Kenneth
removía las brasas con uno de los leños que todavía no había prendido. Su cuerpo
cansado se limitaba a exhalar e inhalar el humo que ascendía desde la hoguera.
Le dolían las costillas y no quería pensar demasiado. Pero no lo podía evitar.
Llevaba
demasiado tiempo luchando en aquella guerra y había descubierto demasiado tarde
que todos los sucesos que le habían resultado extraños hasta aquel momento
llevaban al mismo punto. Todos y cada uno de ellos. Kenneth había descubierto cosas
que preferiría haber ignorado durante toda su vida y todas las que podrían
venir después, aunque él no se creyese del todo eso de la reencarnación.
—¿Mi
teniente?
Kenneth
apartó la vista de las llamas. Frente a él estaba el único amigo que había
encontrado en aquella tierra de muerte y peste. Le invitó a sentarse con él.
Durante unos minutos el silencio los envolvió, sólo roto por el crepitar del
fuego. Pero la lengua de Mark no estaba acostumbrada a tener que recluirse
tanto, así que decidió desatarse por sí sola, pese a que su dueño supiese que
no era una buena idea.
—¿Ha
hablado ya con Donovan, mi teniente? —preguntó, incapaz de acallar su
curiosidad.
El
aludido apretó con fuerza el leño entre sus manos hasta que las astillas se clavaron
en sus palmas. Su mandíbula se tensó y asintió sin que el otro pudiese apenas
percibirlo. Claro que Mark estaba acostumbrado a Kenneth y a sus respuestas casi
inexistentes, que sólo se dejaban entrever por medio de gestos sutiles y
palabras escuetas.
—¿Qué
le ha dicho, mi teniente? ¿Podremos volver pronto a casa?
Kenneth
no tuvo ni que negar con la cabeza para que Mark comprendiese que tampoco
volvería a Kansas aquella Navidad. La resignación se mezcló con la profunda
tristeza que llevaba construyendo un nido en él desde hacía exactamente ochocientos
cincuenta y seis días. Los había contado desde el instante en el que dejó atrás
la alfombrilla que había en la entrada de su hogar.
Tenía
muchas preguntas que hacer, pero decidió que el dolor era demasiado grande como
para dejarlo preocuparse por algo más que por sus puramente egoístas penas. Se
tomó la licencia de recrearse un poco en su desdicha, observando la hoguera
como si la noticia no le hubiese afectado lo más mínimo, a pesar de que en su
interior se sucedían tempestades y seísmos, todos ellos bajo la irrefrenable
sombra del tiempo que no vuelve y que se afanaban en arrebatarle una vez tras
otra.
Kenneth
sabía que bajo la calma que se había apoderado del joven bullían los volcanes,
pero no hizo nada para aplacar su furia, sólo remover el fuego.
Ambos
acordaron silenciosamente que se refugiarían en sus propios pensamientos
durante el resto de la noche, acordaron también que ambos montarían la guardia
a la vez, pues ninguno estaba lo suficientemente calmado como para que el sueño
fuese algo más que una pesadilla dispensada por la propia muerte. Se
mantuvieron horas sin articular palabra, Kenneth incluso llegó a pensar que sus
cuerdas vocales habían olvidado su función cuando destrozó con sus palabras la
barrera de nada que se había apoderado del lugar.
—¿Sabes,
Mark? —El otro giró la cabeza, sentado sobre uno de los improvisados bancos de
madera que habían dispuesto en torno al fuego—. Quizás lo peor de todo no sea
que no podamos volver a casa. Quizás haya algo todavía más terrible
acechándonos.
Mark
sabía que si Kenneth había roto el silencio de aquella forma tan cruda era
porque tenía algo verdaderamente importante que compartir con él. Y por eso
Mark temió lo que vendría después.
—¿A
qué se refiere, teniente?
—He
hablado con Donovan —recalcó, con cierto desprecio en su tono—. Y… —Hundió el
rostro entre las manos, derrotado, dejando escapar una carcajada sorda que se
confundió con un crujido de hojas—, y no sólo nos enfrentamos a misiles,
tanques y bombas, Mark. Esos bastardos tienen armas que ni tú ni yo podríamos
haber soñado. Pero… espera —Se detuvo, levantándose y arrojando el leño a la
hoguera—, nosotros tenemos algo peor.
El
rostro confuso de Mark reflejaba que el joven apenas podía asimilar todo lo que
su superior trataba de explicarle. Pero Kenneth prosiguió con su monólogo. Sus
ojos ardían mientras hablaba, pero uno no sabría decir si era el reflejo de las
llamas o si su propia alma estaba siendo carbonizada desde los cimientos de su
ser.
—Se
llama “caeliquor” —sentenció—. Y está pensado para hacernos invencibles. No es
algo bueno, Mark, nunca nada que alterase los principios de la vida ha sido
algo bueno. Pero lo peor de todo es que no podemos pararlo. —Recogió la pistola
que había dejado sobre una caja antes de encender la hoguera, se la guardó en
el chaleco militar—. Aunque nada nos impide intentarlo.
—¿Cómo
dice, teniente? ¿Está usted seguro de eso? ¿Qué va a hacer con ese arma, mi
teniente?
Kenneth
le sonrió, sin ganas, enseñándole toda la furia que había en sus dientes. Pero
también todo su cansancio. Kenneth era un hombre que estaba demasiado agotado
como para arder sin más, Kenneth acabaría desatando infiernos en la tierra.
—Voy
a acabar con esto, Mark, voy a cargarme a ese puto chalado de Donovan antes de
que siga adelante con la investigación. Ya ha llegado demasiado lejos, no puedo
permitirle que…
—¡Pero,
teniente! —El joven se puso en pie de un salto, encarándolo—. Me está usted
poniendo en una encrucijada, señor. Mi deber es alertar al señor Donovan.
Kenneth
estiró el brazo para ponerle la mano sobre el hombro, Mark se echó un poco hacia
atrás.
—Lo
lamento mucho, hijo —susurró a su oído mientras colocaba la punta de su pistola
en el vientre del otro. Apretó el gatillo cerrando el abrazo—. Lo
lamento de veras.
Mark
tosió sangre hacia el suelo y con el sonido del disparo el silencio terminó por
huir, asustado, de ellos. De Kenneth. Y Kenneth supo que nunca tendría que
haber hablado, pero ya era tarde para arrepentirse. Cogió toda la munición que
Mark llevaba encima, escondiendo su cadáver en su propia tienda. Las lágrimas
casi afloraron de sus ojos mientras lo tapaba con una manta y bajaba sus
párpados.
—Descansa
en paz, Mark.
Se
convenció a sí mismo de que de aquel modo lo estaba salvando de un destino
todavía peor y se dirigió a la nave principal del campamento, donde Donovan
llevaba a cabo las investigaciones.
Cuando
entró nadie trató de detenerlo, nadie notó nada extraño en sus manos
temblorosas y sus labios apretados. Nadie notó la furia que irradiaba su
mirada.
Podría
decirse que Donovan lo había estado esperando. Pidió a aquellos que guardaban
su despacho que lo dejasen pasar, que ni siquiera mediasen palabra con él.
Kenneth irrumpió en el lugar como si hubiese dado un martillazo a un contenedor
de hierro. La pantalla que había tras Donovan brilló un par de veces, mostrando
las estadísticas vitales de aquellos que había estado estudiando. Kenneth
estaba convencido de que lo había hecho a propósito, tan sólo para avivar más
su rabia. Lo apuntó con la pistola sin siquiera molestarse en disimular.
Pero
Donovan todavía tenía unas últimas palabras que dedicarles a Kenneth y al
mundo.
—Ya
es tarde, Kenneth, llegas terriblemente tarde.
Y
sus labios se curvaron mientras la metralla atravesaba su corazón. La sentencia
con la que había decidido perecer no pesó en aquel momento en los hombros de
Kenneth, pero más tarde aquella frase lo atormentaría durante noches eternas y
días que se veía incapaz de afrontar sin echarse a temblar. Pero el ruido de
los disparos ya había alertado al resto de la base.
Kenneth
sabía muy bien qué tenía que hacer entonces. Se apresuró a subirse a uno de los
conductos de ventilación y reptó a través de ellos, quedándose agazapado sobre
una de las rejillas cuando vio que bajo él se habían reunido la mayor parte de
oficiales.
—…maldito
hijo de puta. ¡Gasead los conductos! Jackson no escapará de aquí con vida.
Pero
el teniente Kenneth Matthew Jackson logró escapar de la base, y escapó con
vida. Aunque por el camino perdió varias cosas muy importantes; primero la
movilidad de su brazo izquierdo al enzarzarse en una pelea con un soldado que
anteriormente había estado bajo su mando —lexión del plexo braquial lo llamaron—,
después perdió su humanidad al gritar la orden que no debía a aquellos que
todavía seguían creyendo en él, sin saber qué era lo que había hecho aquella
noche.
—¡Avisad
a los otros! ¡Avisad a los otros!