¿Pero qué sabía Delilah de tigres,
después de todo? Ella no había visto dedos congelarse en la
Antártida, ni había disparado (y sus balas definitivamente no se
habían desviado hacia la cabeza de ningún niño), tampoco se había
casado y su pareja había muerto. Tampoco estaba enferma. No
físicamente. Ian se preguntaba qué podía saber de tigres alguien
así. Alguien tan... ¿común?
Pero Delilah lo sabía todo sobre los
tigres.
(Sabía mucho más que él porque).
—¿Qué sabes tú de tigres, después
de todo? —le espetó.
Y ella frunció sus finos finos labios
hasta que no quedaron labios finos ni gruesos ni de colores cálidos.
—Sé cómo domarlos.
E Ian pensó «Ah, eso sabe ella de
tigres» y apoyó la cabeza contra su pecho y se durmió contando sus
respiraciones.
El cabello de Ian se estaba quedando
demasiado largo —desde que dejó la Marina decidió que nunca se lo
volvería a cortar— y Delilah pensó que así le quedaba muy bien
pero que Ian seguro que todavía no se estaba acostumbrando a él.
Los tigres no tenían melena después
de todo.
Quizás Ian era un león y por eso se
afanaba tanto en enfrentarlos.
¿Y si Ian era un león?
Delilah suspiró y acarició sus
mechones. Mechones de león. Le susurró al oído un «Ruge» y luego
siguió acariciando. Sus latidos parecían calmarlo pero.
¿Y si era un león cómo podía estar
tranquila a su lado? ¿Acaso era ella una leona? ¿Acaso?
Delilah era un tigre más.
Ella lo sabía. También Ian. Y el
viejo Ken estaba seguro de ello —lo había estado desde el momento
en el que la vio entrar en el edificio con su mirada de “no, no,
todo bien, encantada, muy encantada” y su vocecita de señorita
remilgada. Y había pensado —para sí, como siempre, porque nadie
lo escuchaba—: «Pobre chico. Pobre Ian —no marine—. Menudo
tigre acaba de meterse en casa». Pero no pasaba nada. Todo estaba
bien.
Porque ni Ian ni Delilah iban a
mencionar nunca que ella era un tigre más.