El monstruo era informe.
Ni deforme ni conforme, sólo informe.
El monstruo estaba allí la primera vez
que me asomé y seguía estando la segunda pero, ah, a la tercera se
había ido —y sigo esperando que vuelva—.
El monstruo tenía hambre y se fue.
No teníamos sangre para alimentarlo y
se fue.
Mijs siempre decía que hasta los
monstruos huirían de un sitio así.
“Demasiados huesos. Demasiados pocos
huesos. Y de pronto uno se encuentra atado a esa cama en esa
habitación blanca con esa canción en la cabeza. Menuda mierda, qué
mierda. Maldita mierda.”
El monstruo me gustaba.
La primera vez tuve miedo, pero me
quedé mirando.
La segunda vez inspiré hondo, deseando
encontrarlo. Cuando lo vi me sostuvo la mirada y le hablé.
La tercera vez lloré porque se había
ido. Mientras lloraba traté de buscarlo entre las sombras.
Me pregunté por qué el monstruo se
había ido. Porque yo sí tenía sangre. Me quedaba sangre y carne y
trozos de tripas y riñones que lanzarle como a un perro callejero.
Tenía lo que necesitaba. Yo podía dárselo.
Le pregunté a Mijs otra vez por qué
se había ido.
“No te queda sangre que darle.
Demasiado blanco. Demasiado blanco. Vuelve a tu cuarto.”
Mijs era horrible y siempre hablaba
balbuceando y siempre me decía que nada tenía sentido hasta cuando
lo tenía.
Mijs era más odioso que el monstruo.
El monstruo era bello.
El monstruo era maravilloso.
Era informe y maravilloso.
Me abracé las rodillas y lo esperé
toda la vida debajo de la cama.
El monstruo era infinito.
—Nota de Nadia sobre el
cadáver de Mijs.
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