27 de diciembre de 2013

La euforia y yo

Era euforia. Euforia entre barriles volcados que chorreaban gasolina y un cigarro entre mis dedos. La euforia del “¿A qué me muero? ¿A qué no?”. Y reír. Me reí tanto. Reía a morir. Y las venas me latían con fuerza, y mi corazón bombeaba con tanta rabia que creía que iba a estallar y me iba a perder el espectáculo de asistir a mi propia muerte. Menudo espectáculo. El mayor espectáculo jamás visto. “Nick Night, el increíble chico incombustible” y luego BUM, estallar hasta no dejar nada atrás. Arder en llamas y seguir riendo. Reír hasta quedarse sin aire, y luego seguir riendo. Más allá, mucho más allá si es que había un “más allá”. Y el cigarro que parecía que se resbalaba pero luego decía “No te vas a morir hoy, Nick, no así” y yo que decía “¿Por qué no?” y la voz de Su atrapada en mi cabeza como un bumbumbum que no dejaba de obligar a mis neuronas a gritar más fuerte. MÁS. MÁS FUERTE. GRITANDO.
Y la euforia de SU. PORQUE ERA SU. ATRAPADA EN MI CABEZA. ysisunoexistía. ysisunohabíaexistidonunca. nuncaexistido. NUNCA. PERO SU ESTABA ATRAPADA EN MI CABEZA. Y BUMBUMBUM.
El cigarro se resbalaba y yo decía que no, pero él decía “Ah, ahora sí, ahora ya te puedes morir, Nick. Así sí” y Su se reía en mi cabeza. Se reía con toda la euforia atrapada en su interior. Pero Su no tenía interior porque SU NO EXISTÍA. SU NO. NO ELLA. YO. siemprehabíasidoyo.
Y la euforia dejó de aplastarme el pecho. La gasolina y el cigarro envolviendo mi cuerpo. Pero ya no había euforia ni risas. Todo estaba en minúsculas, como un murmullo. Todo muy apretado, muy rápido, todo demasiado rápido.
sunoexistía. suno. nuncasu.
yyomemoría. sinreír. sineuforia. sinsu.

morir.

El no encender las luces y yo

Ernie y yo solíamos jugar a la ruleta rusa con las palomitas. Metíamos un paquete en el microondas y lo dejábamos un minuto más del necesario, hasta que no podíamos oír los estallidos. Eso hacía que más de la mitad de las palomitas saliesen completamente negras. Entonces nos tumbábamos en el sofá, apagábamos las luces y veíamos una peli lo suficientemente cutre como para que no nos diese pena perdérnosla. Nunca veíamos las pelis realmente, simplemente las dejábamos como ruido de fondo mientras hablábamos. Eso eran, una excusa para hablar. Y entonces, con el bol de palomitas en el cojín que había entre nosotros, íbamos cogiendo un puñado y comiéndolas a la vez, al principio en silencio. Luego nos encontrábamos con las que estaban chamuscadas y uno de los dos decía “Tío, joder, esta es la última vez que hacemos esto”, y siempre era la última vez que lo hacíamos así que nunca se terminaba. Y el otro se reía un poco, pero el siguiente puñado —o el siguiente, o el de después— que cogería también estaría quemado, así que haría una mueca y el primero se reiría entonces. Era un círculo interminable que terminaba con los dos riéndonos y muriéndonos del asco y buscando un poco de absenta entre los estantes con la que calmarnos —pero nunca calmaba, sino que lo empeoraba—. Y mientras comíamos palomitas chamuscadas hablábamos de nuestras cosas. Hablábamos mucho aunque ninguno dijese realmente que quería hablar. Era algo que ambos sabíamos y no hacía falta hacerlo obvio al gritarlo. De hecho eso habría roto la magia del momento.

Nunca me paré a pensar realmente por qué jugábamos a eso, quizás era por la sensación que te invadía cuando encontrabas una palomita en perfectas condiciones; pura, una de esas blancas, “la palomita virgen” y te la zampabas, rasgándole el himen o lo que tuviese. En ese momento un sabor salado e increíble te llenaba y decías “¡Una buena! ¡Sí!” y el otro te aplaudía y maldecía a partes iguales y tú te sentías bien hasta límites insospechados, como si el azar te hubiese recompensado, como si te hubiese dejado alcanzar el súmmum de la perfección: la palomita virgen.

Pero no creo que fuese esa la razón —aunque habría sido una muy buena razón, sin duda alguna—, en realidad creo que la verdadera razón era justo la contraria. La tragedia de encontrar una palomita quemada, que inunda tu boca con un regusto horrible que sólo te hace querer vomitar y parar el juego. Pero nunca paras. Y lo que no te detiene de seguir jugando no es la búsqueda de una palomita blanca, sino el horrible —el asqueroso— deseo de seguir encontrándote con más palomitas negras durante la noche. El poder regodearte en tu propio dolor, en tu propia mierda. Poder compadecerte de ti mismo y echar la culpa a cualquier otro menos a ti. O, mejor aún, echar la culpa al universo. Al paquete, al bol, a la palomita misma; al universo. Podías culpar al universo de todos tus problemas y sabrías que la culpa era suya, era realmente suya, porque tú no podías hacer nada para evitar que te tocase una palomita quemada.

Quizás sí. Quizás podías encender las luces y mirar cuáles estaban quemadas y cuáles no. O sacar el móvil y descubrirlo por el brillo de la pantalla. Pero nunca hacíamos eso. Ninguno de los dos. Porque hacer eso significaría romper las reglas del juego, la magia de no saber qué pasará después, la magia de culpar al universo.

Encender las luces despedazaría la ilusión de saber que nada es culpa tuya y también el amargo sabor del dolor. Siempre presente. Siempre aliviador.

El jugar a la ruleta rusa con palomitas. El hablar sin decirlo en voz alta. Otra burrada máxima.

19 de diciembre de 2013

De la escritura manuscrita (de la de verdad)


Últimamente me he estado llenando los bolsillos de la chaqueta con retazos de historias (con trozos de almas) y no sé por qué. Suele pasar en mitad de clase, cuando una frase me atraviesa el cerebro sacando toda esa pasta gris por la oreja izquierda y corro a agarrar el bolígrafo mientras trato de detener el desastre. Lo inevitable.
Y cuando escribo duele pero está bien. Es como cuando te clavas una aguja en la yema del dedo índice. Duele. Pero está bien (siempre está bien).
He descubierto que cuando escribo a mano duele mucho más, y también está mucho mejor. Y no puedo soltar el bolígrafo por mucho que escriba y las ideas van demasiado rápido y las palabras se amontonan antes de que pueda escupirlas en la hoja y tengo que gritar "¡Para! ¡Para!" pero nunca para.
Nunca he sido de escribir a mano. Me parece una pérdida de tiempo y ritmo. Un absoluto desperdicio. Algo para apuntar en la lista de "burradas máximas" que he comenzado a recopilar. La burrada de escribir a mano. Pero estos días lo único que hago es escribir a mano. Incluso durante los exámenes. Siempre pido un folio de más y lo lleno de palabras que no significan nada. De estómagos y vómitos y alcohol y tabaco (he vuelto a fumar). Y no sirve para nada porque sigo atascada en la pregunta dos del examen. Pero sí que sirve, porque la euforia hace que me ría en voz baja y me muerda los labios y duela pero esté bien. Así que termino antes el examen porque quiero continuar escribiendo.
Escribir a mano es como una revelación. Como dejar trozos de alma desperdigados en papeles que no sabes dónde acabarán (ni siquiera sabes si volverás a encontrarlos algún día).
Y quizás me gusta tanto escribir a mano porque es lo más parecido a ir soltando trozos de uno mismo por ahí.
Siempre he querido hacer una cápsula del tiempo pero nunca he sabido dónde enterrarla. Pero, ¿y si no la entierro? Sólo dejarla por ahí, en el banco de un parque y un poco en la acera del supermercado y junto a la máquina de café de la facultad. Y entonces alguien la encontraría y yo me daría la vuelta y fingiría que no sé qué es y que no me alegro de que alguien la haya encontrado.

Escribir a mano es la euforia de escribir.

La adrenalina de no tenertiempoparaabarcarlotodoyempezaragritar (¡GRITAR!) porquenosepuedeynotienesentido (ynadatienesentidoyaamor?).
Y escribir a mano es como destrozar la página en blanco y llorar porque duele, pero está bien (y hay demasiada sangre en ese blanco).

10 de diciembre de 2013

Solía ducharme con agua hirviendo con la vana
                                                                                                       esperanza
                                   de que eso ayudase a calentar mi corazón.

No funcionaba. Nada funcionaba nunca.
En lugar de un corazón caliente obtenía unas yemas arrugadas, una piel roja en vez de blanca nuclear y una factura del agua bastante importante.
Quizás Ernie tenía razón y era hora de que me buscase un hobby. O amigos. O un trabajo.
Quizás era hora de que me buscase un radiador.

                                                                                                                                                                                    ¿esperanza?

De esa mierda que llamáis «realismo sucio»

Últimamente hemos tenido el dudoso honor de asistir a toda una revelación de escritores que se declaran a sí mismos seguidores del realismo sucio. Bien, maravilloso. En serio, sería maravilloso si eso que afirman escribir fuese realismo sucio de verdad y no un par de párrafos mal hechos repletos de "coño" y "joder" que piensan que llegarán para crear a un Chinaski de la vida.
Pues bien. Pues no.
Lo siento pero paso de tragarme todo vuestro realismo sucio de mierda en el que sólo salen parejas adolescentes dándose piquitos en la biblioteca. Porque claro, como el chico viene de un barrio chungo pues ya es realismo sucio. Sí, y también es fantasía épica porque una vez fueron al museo y vieron una espada medieval. Venga y no me jodas.
Que de pronto parece que la gente sólo sabe escribir realismo sucio por esto de los blogs. Y digo en los blogs porque en el mundo real (que sí, el virtual también forma parte del real, pero para que nos entendamos todos) no encontrarás un libro de realismo sucio entre los más vendidos en tu puta vida. Que quizás es eso precisamente lo que ha atraído a tantos adeptos a esta corriente. Eso de irse de moderno y alternativo por ahí, diciendo que no sigues los dictados de una sociedad consumista y podrida. Pues muy bien otra vez. Toma un aplauso y una piruleta.
Y me estoy quejando. Y me quejo con el mismo derecho con el que esa gente se queja de que el mundo editorial es una mierda. Una pista: ninguno.
Me quejo porque me da la real gana y, que yo sepa, por ahora todavía puedo venir aquí a dar mi opinión porque para algo es mi blog y yo me lo guiso, yo me lo como.
Pero sobre todo me quejo porque están degradando ese ¿género? ¿corriente? Llamadlo como queráis. Lo están degradando hasta el punto que escribir sobre un par de porretas adolescentes cuya gran preocupación en la vida es que no la chica que les gusta a ambos no se folle a un tercero sea considerado realismo sucio. Que muy bien, que de ahí puede salir una historia magistral y darnos una lección a todos. Pero eso, de buenas a primeras, tiene lo mismo de realismo sucio que de cyberpunk.
Yo creo que todo esto viene por la peli esa de El club de la lucha. Donde la gente vio a Brad Pitt haciendo un buen papel y se les levantó la polla, diciendo "oye, qué razón tiene todo esto, joder, cuánta razón" y se vieron con ganas de cambiar el mundo. Toma esa, tanto para Palahniuk (en realidad creo que lo último que quería Palahniuk era motivar a la gente, pero allá vosotros). Y claro, los flipadillos de la vida empezaron a investigar y se dieron de bruces con esa novela y todas las novelas de este gran señor. Y cuando uno empieza a leer realismo sucio acaba, inequívocamente, leyendo a Bukowski.
Bukowski fue el culmen de liarla parda. Cuando uno se pasa toda su infancia y adolescencia (y también la no tan adolescencia) leyendo literatura de masas y un par de libros obligatorios en el colegio y descubre a Bukowski se lía parda. Es un hecho.
Ver que hay un tío que escribe sobre sexo y borrachos y personajes marginados que nunca llegarán a nada, y que encima no se corta un pelo, tiene que ser como ver la burrada máxima. Una revelación. Y uno dice "si él puede, yo también". Mec. Error. Bueno, no. Quizás puedas, no te lo niego, pero no así.
El realismo sucio es pajearte mientras ves a tu hermanastra cambiándose a través de la mirilla del cuarto, y que te pille tu padre (que es su padrastro), te dé una colleja y empiece a pajearse él en tu lugar.
El realismo sucio es ver a un mendigo tirado en la puerta de un banco, bajarle los pantalones y empezar a darle por culo con todas las ganas del mundo (o a comérsela, tanto monta monta tanto).
El realismo sucio es algo más que un magreo entre clase y clase.
Me parece estupendo que se escriba realismo sucio, pero que se escriba bien.

8 de diciembre de 2013

La conspiranoia y yo.

Yo nunca entendía nada. Según Ernie nadie nunca entendía nada y la palabra "entender" era un truco, una ilusión creada por las multinacionales y la CIA para hacernos creer que teníamos el control sobre algo. Cuando le comenté que "entender" existía desde siempre (creo que dije desde Grecia, pero no estamos aquí para juzgar mi estupidez, gracias) él dijo que "eso era lo que ellos querían hacernos creer". Para Ernie "entender" siempre tendría ese tono conspiranoico, como las bolsitas de papel marrón del McDonald's o los triángulos dibujados en muros por respetables culos blancos que querían hacerse los negratas molones sin tener ni puta idea de dónde se estaban metiendo. Obviamente yo tampoco la tenía, pero había visto las suficientes veces Pulp Fiction como para hacerme una ligera idea.
Recuerdo que cuando le comenté a Su que qué pensaba sobre la teoría de Ernie no se rió, me habría esperado que se riese porque Su era la clase de chica a la que las teorías sobre alienígenas y gobiernos secretos le parecían tan absurdas que se reía en tu cara, te escupía y te decía lo gilipollas que le parecías. Todo con la máxima sinceridad, eso sí.
Pero cuando le comenté la teoría de Ernie, no se rió.
—¿Es que tú también te tragas eso?
—No seas ridículo.
—¿Entonces? ¿Qué has tomado hoy, Su?
Me miró con cierto desdén y bufó, se concentró en examinar los escalones en los que estábamos sentados, con las manos en los bolsillos y la chaqueta subida hasta el cuello.
—Si lo piensas bien nadie entiende nunca nada.
—¿Tampoco entiendes que dos más dos son cuatro? —comenté, con burla.
—No.
Su tono lapidario me dejó un poco como bastante cortado, enarqué una ceja y la invité a que continuase explicándose con un movimiento de barbilla.
—Lo sé. Sé que dos más dos son cuatro. Pero no entiendo por qué. ¿Por qué se llama "dos" al número "dos" y "cuatro" al "cuatro"? ¿Por qué no son tres más tres cuatro?
—Creo que tiene que ver con eso de la etimología.
—No me refiero a eso.
—¿Entonces a qué te refieres?
—A que no entiendo por qué tenemos esa concepción del mundo. Si yo no hubiese ido al colegio, si no hubiese tenido padres ni visto la televisión. Si hubiese vivido siempre perdida en el bosque posiblemente seguiría sin entender por qué dos más dos son cuatro, y entonces ni siquiera lo sabría.
—Claro. El gobierno nos hace creer que controlamos las sumas básicas para poder lavarnos mejor el cerebro.
—Eres un imbécil, Nick.
Me encogí de hombros, lo que fue algo así como un "pues sí" bastante claro. Froté las manos. Me estaba helando de frío. Me pregunté si realmente entendía lo que significaba helarse de frío porque nunca me había encontrado en el extremo de helarme de frío literalmente. Miré de reojo a Su, vi una sonrisa atrapada entre sus labios enroscados alrededor del cigarro. Supe que ella había ganado una vez más. Yo no entendía nada. Nadie entendía nada.
"Maldita Su", pensé, "y maldito Ernie".
Y a los diez minutos estaba buscando en periódicos antiguos anagramas o pistas que tuviesen que ver con una raza de extraterrestres que vivía en la luna y tenía trancas violetas de dos metros y medio. No estoy bromeando. Son así. Lo son.

1 de diciembre de 2013

Invierno (I).

Después de las ruinas sólo quedaban ladrillos rotos con los que comenzar nuevas vidas. Después de las ruinas, las excusas sobre el no hacer nada y el no querer vivir fueron relegadas al olvido y dejaron de ser válidas. Después de las ruinas, los corazones cansados tuvieron que continuar latiendo, aunque no quisieran hacerlo.
Ian llevaba cinco años en la Marina, y posiblemente seguiría allí toda su vida.
Tras la primera semana, sus vecinos dejaron de preguntar por él; tras el primer mes, el contacto con aquellos que había considerado sus amigos se redujo a una llamada telefónica cada cuarenta o cuarenta y un días; tras el primer año, lo único que lo mantenía anclado a la realidad era el frío tacto del metal de su litera.
—¿Un poco de ron, Ian?
—No, gracias.
Sacudía la cabeza y se metía bajo las sábanas. Sus compañeros bebían en la habitación contigua y reían contándose historias que jamás llegaron a suceder, pero que todos aceptaban como verdades absolutas en aquel trozo de agua en el que se veían obligados a convivir. El frío solía aferrarse a sus huesos sin intención de querer irse y entonces él tiritaba y frotaba las manos con fuerza, como si eso fuese a ayudarlo de alguna forma. Nunca ayudaba.
Por la mañana, Ian desayunaba una masa pastosa de cereales y agua. Al mediodía también era su comida, y por la noche su cena. El gusto dejó de tener significado para su paladar cuando entendió que no había nada que pudiese hacer para conseguir cualquier otro alimento.
Las tallas de su uniforme bajaban con tal rapidez que se había visto obligado a hacer mucho más ejercicio que el que su propio cuerpo estaba dispuesto a permitirle, tratando de mantener un poco de músculo que no lo hiciese parecer un trozo de madera ataviado con un mono gris azulado. No obtuvo muy buenos resultados y el sudor nunca le había agradado, pero al menos entraba en calor por un rato.
—¡Eh, mirad esto! ¡A Miles acaban de enviarle un vídeo!
Cuando alguien recibía algo importante del “mundo exterior” —Ian había comenzado a pensar que se encontraban atrapados en otro planeta— la tradición decía que todos se reunirían para verlo y sentirse un poco menos solos, aunque fuese a través de los sentimientos de otra persona. Aunque todo fuese tan patético y necesario.
Ian se inclinó sobre la pantalla del ordenador que su superior le había dejado a Miles para que viese el vídeo que le enviaban. Comenzaba con la cara de un bebé en primer plano, el niño balbuceaba y parecía no aclararse demasiado con la cámara. Miles recibía codazos y risas cómplices, pero sus ojos sólo mostraban tristeza. Por mucho que sonriese.
Se escuchaba una voz femenina de fondo.
—No, cariño, no funciona así. —Estaba cargada de cariño y ese sentimiento tan cálido que hacía que todos tiritasen un poco menos—. Ponte aquí, mira, a ver cómo. —Recogía al niño y se lo ponía sobre el regazo, era una mujer bella, morena y con la misma tristeza de Miles en los ojos—. ¿Saludas a papá? ¿Quieres saludarlo?
El bebé se quedaba un rato en silencio y luego agitaba la cabeza con insistencia, casi como si hubiese estado tratando de comprender el profundo significado que guardaban todas aquellas palabras. «Papá. ¿Papá? Papá… El hombre de las fotos. ¿Papá? Papá está lejos. ¿Saludarlo cómo? ¿Está al otro lado? ¿Esto sirve para hablar con papá? ¿Papá? ¿Qué hombre era papá?». Y luego movía la mano y repetía «Papá, papá» una y otra vez. Y los ojos de Miles tenían una tristeza más profunda porque notaba que aquella voz no sabía dibujar su rostro.
La mujer no mencionó los problemas que estaban teniendo para poder pagar las facturas, ni cómo su hijo había comenzado a preguntar por qué todos los otros niños hablaban de su padre y él iba a recogerlos a la guardería y se cogían de las manos y se sonreían tanto. Tampoco mencionó cómo poco a poco había comenzado a apreciar la ayuda que el dependiente de la frutería les había estado tendiendo, dándoles manzanas gratis y regalándoles barras de pan que compraba para ellos —tampoco le contó aquel beso furtivo en el almacén ni cómo sus dedos le recorrían la cara y los labios—. En cierto modo, Miles podría haberse imaginado todo aquello, y lo había imaginado muchas veces, pero ambos fingieron que esa posibilidad no existía y el niño seguía hablando sobre un «papá» que no recordaba haber visto nunca y de pronto se echaba a llorar porque pronto sería Navidad y él echaba de menos los juguetes nuevos y las cenas con alguien más que con «mamá». Mamá al menos tenía un significado, mamá al menos existía en su mundo. Y el corazón de Miles sentía que iba a hacerse pedazos en cualquier momento, pero aguantaba. Aguantaba con todo el dolor del mundo atrapado en sus venas, pero aguantaba.
Y las palabras cálidas lo inundaban todo. Cálidas y distantes, como procedentes de un amor fuerte, que siempre estaría allí, pero que había comenzado a desgastarse por el paso del tiempo y la lejanía de todo. Por lo distintas que eran las cosas en el mundo exterior y en aquel enorme barco a la deriva en el Océano Pacífico.
Cuando el vídeo terminó, todos miraron a Miles. La tristeza también había dejado agujeros de bala en sus palabras, que se despedían de su compañero con bromas truncadas y expresiones de ánimo. Todos desearon tener a alguien allí fuera como tenía Miles —algunos, de hecho, lo tenían—, pero al mismo tiempo lo temían con todas sus fuerzas. Ian estaba convencido de que era mejor no tener a nadie, porque de aquel modo no tendría que sufrir el estar tan alejado de todo, el ser sólo un nombre sin rostro o un rostro en fotografías antiguas, pero sin nada más debajo de su piel.
Aquella noche, Miles vio el vídeo una y otra vez, revisando cada gesto, cada palabra y cada mirada. Se quedó dormido sobre el ordenador y el teclado amaneció húmedo, Ian juraría que habría estado también salado.
Ian había visto a Miles leyendo a escondidas cuentos infantiles en su litera. Sacaba un libro con los bordes amarillentos y las páginas descolgadas. Lo hojeaba tantas veces que Ian creía que ya se lo sabría de memoria. Y lo hojeaba hasta quedarse dormido. Desde que vieron aquel vídeo la lectura del libro pareció cobrar sentido, aunque en realidad Miles no tuviese nunca a nadie a quien leérselo. Ian suponía que imaginarse cosas que en el fondo se sabían imposibles era el único modo que Miles tenía de no usar el cuchillo de la comida contra su propia muñeca. Y él no se vio nunca con fuerzas ni intenciones para hacerle recapacitar, para decirle «Miles, ¿a quién cojones le estás leyendo?» y entonces verlo romperse, estallando, en tantos pedazos que sería imposible recomponerlos todos de nuevo. Y todos sus compañeros pensaban igual.

      De modo que Miles leía una y otra vez los mismos cuentos y repasaba los dibujos con sus dedos callosos, pero nunca sonreía. Ni por un solo segundo.

13 de noviembre de 2013

De las mil palabras valiendo más que una imagen

Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero lo que no dicen —lo que siempre se callan— es si verdaderamente hay alguien dispuesto a describir algo con mil palabras. Yo creo que sí hay gente así, y que, si un escritor quiere, puede transmitir mucho más con sus mil palabras —puede contar las sonrisas rotas y las grietas en la piel—. Mil palabras dan para mucho, con mil palabras se pueden recomponer vidas o estallar por completo corazones de hielo y cristal. Dicen, también, que con mil palabras incluso se puede llegar a contar algo.
Hoy he pisado la primera escarcha del otoño. Las hojas todavía siguen en los árboles pero las botas ya crujen cuando caminan por la acera. En realidad ya parece Navidad —faltan sus luces y su calidez, porque una Navidad fría no es Navidad—.
(El invierno es frío, la Navidad no.)

Últimamente dicen muchas cosas sobre los escritores, como si alguien que no teje pudiese hablar de patrones, y dicen que tampoco tiene tanto mérito, que tampoco es para tanto. Y yo vuelvo a pensar en las imágenes valiendo más que las mil palabras y niego con la cabeza y me tapo con dos mantas más.
No creo que sea buena idea escuchar cosas que no quieres oír, pero creo que es necesario para que realmente te des cuenta de lo que piensas —sí, de lo que piensas tú— y yo pienso que mucha, muchísima gente, sería capaz de escribir una novela entera a partir de una foto —o un gif, los gifs que calman como un chocolate caliente— y que esa novela diría muchas cosas más.
¿Por qué no escribirla?

¿Por qué no convertirse en lobo y aullar a la nieve?

28 de octubre de 2013

De cómo se gestó un reloj.

Hacía mucho tiempo que un tal Mattias, el Harapiento, rondaba mi cabeza; era un niño medio muerto que transitaba el puerto de Helsinki —y que a qué viene esa manía mía con los puertos—. Era un niño que caminaba por tejados y se llevaba bien con una prostituta, una tal Anneli de la que apenas sé nada. El otro día hice un relato sobre un tal Levi, el Apestoso. Y observé que se llevarían bien porque ambos robaban en los mismos lugares y ambos necesitaban un fuego en el que intentar no morirse. Así que los dos terminaron por ir a parar a casa de Caligo. Caligo era el nombre de la chica que tenía ojos de búho y alas muy muy finas —o al menos ella las llamaba así—, recuerdo cuando Mijs me la presentó y me dijo "Esta es Caligo, tiene diecinueve años pero las risas se le atragantan como si tuviese cinco. Le gustan las mariposas" y yo me lo creí y pensé que nada malo podría salir de allí. Y me encuentro con que Mattias y Levi están en su casa y que su casa es un gran almacén abandonado, lleno (¡repleto!) de relojes rotos y engranajes que chirrían sólo con soplarles. Y pienso que tienen una historia que contar —y una historia que debería escribir—, pero siento que falta algo, lo sé.
Es entonces cuando Páginas agita un poco la cabeza y todo ese fulgor que siempre irradia cae sobre mi teclado, y me cuenta que hace mucho que no ve a Peter, y que, cuando se fue para hacerse mayor, la isla asesinó corazones por él. Y sé que Páginas no quiere que sea así, que no sabe que Peter ya está muerto y que no es consciente de que su tiempo ya pasó. Y se cuela, se cuela sin que pueda hacer nada, se cuela en el almacén de Caligo y se conocen.
Y, ah, sí, al fin sí, allí se creó una buena historia.

23 de octubre de 2013

Edipo se arrancó los ojos demasiado pronto, o demasiado tarde, quizás.

Edipo estaba ahogándose aquella mañana. Ahogándose en mitad del reino que otrora se había arrodillado ante él, jurándole lealtad eterna y alabando sus sabias palabras al abrigo de una esfinge que ya no hablaba sobre humanos. La soga se afanaba en su labor de apretar el cuello del monarca, con ella también se enroscaban sus lágrimas.
La soga llevaba un candado, su llave me pertenecía a mí. Sólo los dioses tenían el poder de decir quién vive y quién muere, también quién es digno de llorar. Ella no estaba lejos, sucumbía a los pies del que había llamado “mi amor, mi amor”, ella lo miraba con todas las penas del mundo enroscadas en su alma. “Mi héroe, mi héroe” había susurrado cuando regresó, triunfal, de las garras de quien no debía haber escapado nunca.
La lluvia ayudaba a ocultar las lágrimas y el polvo que se levantaba alrededor de sus inquietos pies. También disimulaba la tinta que impregnaba el papel que ella llevaba entre sus huesudas manos, manos tristes que rezaban por un final inevitable. La soga no se rompería y yo no destrozaría ningún candado aquel día. Tampoco leería lo escrito en el papel de la reina. Ella lo sabía de sobra.
Y verla así fue lo que hizo que Edipo decidiese no aflojar ni un poco la soga, ni siquiera me miró a los ojos cuando comencé a susurrarle su destino, tampoco se molestó en observar cómo el papel llegaba hasta el río de las almas, tras haber rodado por la ladera. El papel había dejado las manos de ella, que también tenía una cuerda apresando su pálida cerviz.
Y Edipo se arrancó los ojos antes de que el candado fuese abierto, pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad, Zeus?

17 de octubre de 2013

Que yo no estoy hecha para la gente.

Una de las cosas que más me joden de la gente es esa manía que tienen de salir por la noche. No me refiero a salir a dar un paseo por la noche, eso me habría encantado; puede que incluso hasta me hubiese reído o tenido una de esas escenas de peli ochentera en la que un grupo de jóvenes chilla y hace el imbécil y dice que es libre y todo ese rollo transgresor. Me refiero a salir por la noche, beber, enseñar más carne que cerebro y acabar vomitando en un cuarto de baño cutre con mensajes feministas que ni dios mira. Que, oye, incluso si mi vida fuese así, de vomitar y drogas y tal, pues me parecería interesante. Pero eso de salir a beber no. Qué asco me da el alcohol, en serio.
Y, claro, si sales por la noche y pretendes no beber pues mal vas, mal mal.
Lo peor es que mis amigos suelen salir a ligar y, bueno, ligan porque tienen labia y no son demasiado feos. Y yo me quedo en una esquina, apartada porque soy incapaz de mantener una puta conversación con toda esa música chabacana retumbando en los oídos. Y resoplo y quiero irme a casa, pero vivo demasiado lejos como para volver, los taxis me clavan y todo eso. Además, volver sola de noche siendo chica —aunque seas una ballena granuda es mala idea.
Si a mí me gustaría salir a un local que hay por aquí que se llama "El pony pisador", como el de El señor de los anillos. Ponen música decente y, contrariamente a lo que se suele pensar, la gente sabe mantener una charla en la que aparenten tener más de dos neuronas. Pero no, porque mis "amigos" prefieren salir por locales de perreo y bebida.
Y eso es horrendo y me da mucho asco.
Muchas veces finjo que estoy enferma, que tengo cosas que hacer o, si tengo la confianza suficiente, digo directamente que no me apetece una mierda salir. Claro que se suelen tomar mal esas cosas. Aparte, la gente con la que se juntan mis amigos me cae mal, en realidad hasta algunos de mis amigos me caen mal y me dan ganas de mandarlos a la mierda. Aguanto por tradición y porque me hace cierta gracia la gente con problemas psicológicos del palo de los que tienen estos, aunque ninguno lo admita.
Que, resumiendo, hoy debería salir y no sé qué haré con mi vida porque seguramente acabe de nuevo aburrida en una esquina muerta del maldito asco. Así o metiéndome un par de rallas tras la tarima del "Apolo". Y ya no sé qué es peor.
C. suele decir que soy una persona que no debería juntarse con otras personas. Pero él es una persona, después de todo, y me junto con él.
      {Quizás es por eso que todo empieza a tener sentido}.

13 de octubre de 2013

De una especie de noria oxidada.

—No creía que fuera a encontrarte aquí.
—Bueno, yo tampoco lo tenía planeado.
—¿Por qué siempre apareces en lugares como este?
—Eso podría preguntártelo yo a ti.
Dennis suspiró y se sacó un papel arrugado del bolsillo, también tenía un lápiz poco afilado. Los apoyó en uno de sus muslos y continuó perfilando un garabato a medio hacer.
—¿Ya has decidido cuál es tu color favorito?
A decir verdad Konstantine ni siquiera se había parado a pensarlo.
—Dímelo tú primero, ¿naranja o gris? —Todavía recordaba con claridad su charla anterior.
—No podría elegir.
—¿Por qué no?
—Por todo ese óxido.
Ella esperó que añadiese algo más, aunque él parecía demasiado ocupado en completar su dibujo. Sin embargo, al ver su expresión confusa, continuó.
—El óxido es como la muerte. Es el desgaste que poco a poco nos va llevando al infierno. Lo que hace que nos reduzcamos a un puñado de polvo inservible.
—Pero es naranja —comentó, comprendiendo el motivo de aquella comparación—, el gris es un color mucho más relacionado con la muerte.
—¿La muerte tiene color?
—Si lo tuviese no sería el naranja.
Konstantine era una persona muy frívola o, al menos, lo pareció en aquel momento. También tenía una concepción completamente equivocada sobre el universo y sus colores. Dennis se dijo entonces que tendría que corregir aquel detalle. De hecho se lo impuso como un reto a nivel personal. Como eso y como un favor a la humanidad en general.
Es tu opinión —no añadió que resultaba ser completamente errónea.
—¿Qué hay del gris, entonces? ¿También te gusta por ese motivo?
Él negó.
—¿A qué te recuerda a ti el gris?
—A las guerras.
—Eso dicen todos, tenéis una fijación extraña con eso de pensar igual. Además, las guerras son de un verde peculiar, casi marrón.
—Me recuerda a las guerras —repitió—, y las guerras son millones de muertos luchando batallas que no les pertenecen; defienden ideales en los que ni siquiera creen. El gris no es un color especialmente alegre.
—La guerra es verde —sentenció—. ¿No hay nada más aparte de eso a lo que te recuerde el gris?
Konstantine sopesó la opción de que estuviese esperando que se refiriese a su color de pelo, pero Dennis no era aquel tipo de persona.
—Al alambre.
Los labios del joven se curvaron mínimamente mientras volvía a concentrarse en su trabajo. Creo que allí encontró algo interesante entre la frivolidad que la joven demostraba en aquel asunto de los colores. Creo, también, que aquella respuesta no era la que se esperaba y que, por eso mismo, le gustó tanto.
—Háblame del alambre.
—El alambre es…
—Es seguir con vida mientras el óxido te consume —completó.
Dennis era un poco imbécil, pero a veces decía ciertas cosas frente a las que uno no podía hacer más que asentir y darle la razón. Eso o pedirle una cita urgente en el psicólogo, y era verdaderamente sorprendente el índice de veces en las que esas dos opciones se complementaban. Pero para Konstantine aquella frase fue una de esas cosas que merecía la pena atesorar. Un poco como Montmartre.
La noria comenzó a girar finalmente, lenta. Ella decidió que prolongar el silencio no estaría mal, las palabras de Dennis todavía flotaban demasiado cerca. Seguía sin comprender cómo la muerte podía ser de color naranja y cómo el gris podía significar mantenerse fuerte. Porque eso era lo que él había querido decir, ¿no? Se mordió la piel que crecía a los lados de sus uñas.
—No hagas eso.
—¿El qué?
—Se te acabaran torciendo los dientes.
Pero Dennis no despegaba los ojos del papel mientras se dirigía a ella, hablaba como si estuviese completamente solo, como si que ella estuviese allí para escucharle fuese tan sólo una mera casualidad. A estas alturas ya sabréis lo mucho que a mí me interesan ciertas casualidades, pese a que no crea en ellas —lo cual es algo así como una paradoja mal hecha y, encima, de mal gusto—. Aunque en realidad sería más preciso calificar a aquel encuentro o a aquella charla como “Dennis y las circunstancias que lo rodeaban” que como “Dennis y las casualidades de la vida”. Creo que la primera opción debe descartarse por todo lo que un filósofo dijo alguna vez, pero, sin duda, sería mucho más acertada.
Konstantine juntó las manos sobre su regazo y observó descaradamente a lo que tanta dedicación parecía prestar Dennis. No logró diferenciar entre los trazos confusos una silueta clara. No había almas atrapadas en alas aquella vez, ni música entre espirales. Sólo líneas furiosas —o ella pensó que estaban furiosas cuando la realidad era bastante distinta—.
—¿Qué dibujas? —se aventuró a preguntar.
—Si te lo dijese perdería toda la gracia.
—¿Por qué?
—Y si te preguntase yo en qué estás pensando, ¿me lo dirías?
—No tengo nada que ocultar.
—¿Y si te preguntase qué es lo que escribes en tu diario? No importa que no tengas, es el concepto, ¿me dirías eso?
Ella no dudó.
—Claro que no.
—¿Porque…?
—Porque es algo privado —completó, comprendiendo lo que le quería decir. Él la señaló con el lápiz cuando respondió, dándole la razón—. ¿Dibujas todo lo que piensas?
No, normalmente no.
—¿Y ahora?
Konstantine comenzaba a aprender que con Dennis había que ser muy muy específico si se buscaba una respuesta concreta y no un par de escuetas palabras que no eran sino sutiles —o no tan sutiles— evasivas.
—Ahora sí.
—¿Es para alguien?
—No suelo dibujar para nadie, Konstantine.
¿No? —se sorprendió.
—No —recalcó—. Dibujo para mí y, a veces, hay gente que se cruza en mi camino y a la que siento que le debo algo.
¿Cómo que le debes algo?
—Porque me inspiran.

8 de octubre de 2013

Pero no puedes negar las vistas.

Kenneth removía las brasas con uno de los leños que todavía no había prendido. Su cuerpo cansado se limitaba a exhalar e inhalar el humo que ascendía desde la hoguera. Le dolían las costillas y no quería pensar demasiado. Pero no lo podía evitar.
Llevaba demasiado tiempo luchando en aquella guerra y había descubierto demasiado tarde que todos los sucesos que le habían resultado extraños hasta aquel momento llevaban al mismo punto. Todos y cada uno de ellos. Kenneth había descubierto cosas que preferiría haber ignorado durante toda su vida y todas las que podrían venir después, aunque él no se creyese del todo eso de la reencarnación.
—¿Mi teniente?
Kenneth apartó la vista de las llamas. Frente a él estaba el único amigo que había encontrado en aquella tierra de muerte y peste. Le invitó a sentarse con él. Durante unos minutos el silencio los envolvió, sólo roto por el crepitar del fuego. Pero la lengua de Mark no estaba acostumbrada a tener que recluirse tanto, así que decidió desatarse por sí sola, pese a que su dueño supiese que no era una buena idea.
—¿Ha hablado ya con Donovan, mi teniente? —preguntó, incapaz de acallar su curiosidad.
El aludido apretó con fuerza el leño entre sus manos hasta que las astillas se clavaron en sus palmas. Su mandíbula se tensó y asintió sin que el otro pudiese apenas percibirlo. Claro que Mark estaba acostumbrado a Kenneth y a sus respuestas casi inexistentes, que sólo se dejaban entrever por medio de gestos sutiles y palabras escuetas.
—¿Qué le ha dicho, mi teniente? ¿Podremos volver pronto a casa?
Kenneth no tuvo ni que negar con la cabeza para que Mark comprendiese que tampoco volvería a Kansas aquella Navidad. La resignación se mezcló con la profunda tristeza que llevaba construyendo un nido en él desde hacía exactamente ochocientos cincuenta y seis días. Los había contado desde el instante en el que dejó atrás la alfombrilla que había en la entrada de su hogar.
Tenía muchas preguntas que hacer, pero decidió que el dolor era demasiado grande como para dejarlo preocuparse por algo más que por sus puramente egoístas penas. Se tomó la licencia de recrearse un poco en su desdicha, observando la hoguera como si la noticia no le hubiese afectado lo más mínimo, a pesar de que en su interior se sucedían tempestades y seísmos, todos ellos bajo la irrefrenable sombra del tiempo que no vuelve y que se afanaban en arrebatarle una vez tras otra.
Kenneth sabía que bajo la calma que se había apoderado del joven bullían los volcanes, pero no hizo nada para aplacar su furia, sólo remover el fuego.
Ambos acordaron silenciosamente que se refugiarían en sus propios pensamientos durante el resto de la noche, acordaron también que ambos montarían la guardia a la vez, pues ninguno estaba lo suficientemente calmado como para que el sueño fuese algo más que una pesadilla dispensada por la propia muerte. Se mantuvieron horas sin articular palabra, Kenneth incluso llegó a pensar que sus cuerdas vocales habían olvidado su función cuando destrozó con sus palabras la barrera de nada que se había apoderado del lugar.
—¿Sabes, Mark? —El otro giró la cabeza, sentado sobre uno de los improvisados bancos de madera que habían dispuesto en torno al fuego—. Quizás lo peor de todo no sea que no podamos volver a casa. Quizás haya algo todavía más terrible acechándonos.
Mark sabía que si Kenneth había roto el silencio de aquella forma tan cruda era porque tenía algo verdaderamente importante que compartir con él. Y por eso Mark temió lo que vendría después.
—¿A qué se refiere, teniente?
—He hablado con Donovan —recalcó, con cierto desprecio en su tono—. Y… —Hundió el rostro entre las manos, derrotado, dejando escapar una carcajada sorda que se confundió con un crujido de hojas—, y no sólo nos enfrentamos a misiles, tanques y bombas, Mark. Esos bastardos tienen armas que ni tú ni yo podríamos haber soñado. Pero… espera —Se detuvo, levantándose y arrojando el leño a la hoguera—, nosotros tenemos algo peor.
El rostro confuso de Mark reflejaba que el joven apenas podía asimilar todo lo que su superior trataba de explicarle. Pero Kenneth prosiguió con su monólogo. Sus ojos ardían mientras hablaba, pero uno no sabría decir si era el reflejo de las llamas o si su propia alma estaba siendo carbonizada desde los cimientos de su ser.
—Se llama “caeliquor” —sentenció—. Y está pensado para hacernos invencibles. No es algo bueno, Mark, nunca nada que alterase los principios de la vida ha sido algo bueno. Pero lo peor de todo es que no podemos pararlo. —Recogió la pistola que había dejado sobre una caja antes de encender la hoguera, se la guardó en el chaleco militar—. Aunque nada nos impide intentarlo.
—¿Cómo dice, teniente? ¿Está usted seguro de eso? ¿Qué va a hacer con ese arma, mi teniente?
Kenneth le sonrió, sin ganas, enseñándole toda la furia que había en sus dientes. Pero también todo su cansancio. Kenneth era un hombre que estaba demasiado agotado como para arder sin más, Kenneth acabaría desatando infiernos en la tierra.
—Voy a acabar con esto, Mark, voy a cargarme a ese puto chalado de Donovan antes de que siga adelante con la investigación. Ya ha llegado demasiado lejos, no puedo permitirle que…
—¡Pero, teniente! —El joven se puso en pie de un salto, encarándolo—. Me está usted poniendo en una encrucijada, señor. Mi deber es alertar al señor Donovan.
Kenneth estiró el brazo para ponerle la mano sobre el hombro, Mark se echó un poco hacia atrás.
—Lo lamento mucho, hijo —susurró a su oído mientras colocaba la punta de su pistola en el vientre del otro. Apretó el gatillo cerrando el abrazo—. Lo lamento de veras.
Mark tosió sangre hacia el suelo y con el sonido del disparo el silencio terminó por huir, asustado, de ellos. De Kenneth. Y Kenneth supo que nunca tendría que haber hablado, pero ya era tarde para arrepentirse. Cogió toda la munición que Mark llevaba encima, escondiendo su cadáver en su propia tienda. Las lágrimas casi afloraron de sus ojos mientras lo tapaba con una manta y bajaba sus párpados.
—Descansa en paz, Mark.
Se convenció a sí mismo de que de aquel modo lo estaba salvando de un destino todavía peor y se dirigió a la nave principal del campamento, donde Donovan llevaba a cabo las investigaciones.
Cuando entró nadie trató de detenerlo, nadie notó nada extraño en sus manos temblorosas y sus labios apretados. Nadie notó la furia que irradiaba su mirada.
Podría decirse que Donovan lo había estado esperando. Pidió a aquellos que guardaban su despacho que lo dejasen pasar, que ni siquiera mediasen palabra con él. Kenneth irrumpió en el lugar como si hubiese dado un martillazo a un contenedor de hierro. La pantalla que había tras Donovan brilló un par de veces, mostrando las estadísticas vitales de aquellos que había estado estudiando. Kenneth estaba convencido de que lo había hecho a propósito, tan sólo para avivar más su rabia. Lo apuntó con la pistola sin siquiera molestarse en disimular.
Pero Donovan todavía tenía unas últimas palabras que dedicarles a Kenneth y al mundo.
—Ya es tarde, Kenneth, llegas terriblemente tarde.
Y sus labios se curvaron mientras la metralla atravesaba su corazón. La sentencia con la que había decidido perecer no pesó en aquel momento en los hombros de Kenneth, pero más tarde aquella frase lo atormentaría durante noches eternas y días que se veía incapaz de afrontar sin echarse a temblar. Pero el ruido de los disparos ya había alertado al resto de la base.
Kenneth sabía muy bien qué tenía que hacer entonces. Se apresuró a subirse a uno de los conductos de ventilación y reptó a través de ellos, quedándose agazapado sobre una de las rejillas cuando vio que bajo él se habían reunido la mayor parte de oficiales.
—…maldito hijo de puta. ¡Gasead los conductos! Jackson no escapará de aquí con vida.
Pero el teniente Kenneth Matthew Jackson logró escapar de la base, y escapó con vida. Aunque por el camino perdió varias cosas muy importantes; primero la movilidad de su brazo izquierdo al enzarzarse en una pelea con un soldado que anteriormente había estado bajo su mando —lexión del plexo braquial lo llamaron—, después perdió su humanidad al gritar la orden que no debía a aquellos que todavía seguían creyendo en él, sin saber qué era lo que había hecho aquella noche.

              —¡Avisad a los otros! ¡Avisad a los otros!

1 de octubre de 2013

Advertencia Primera: Diez huesos para un escritor

Si yo tuviese que escribir un decálogo con las normas a seguir a la hora de escribir serían estas:

I. Respira hondo. Mucho. Coge aire. Cierra los ojos. Sonríe aunque no seas feliz. Vas a escribir.
II. Pon música. Aunque sea una suerte de ruido de fondo. Instrumental, vocal, clásica o no. Algo que te sirva.
III. No mires el móvil. O míralo sin ganas. Cierra las redes sociales, no son tan importantes, no son tan necesarias. Puedes contestar a todo más tarde, pueden esperarte un poco.
IV. Piensa en lo que vas a escribir. Piensa mucho o poco, horas o segundos, pero está bien tener algo en la cabeza antes de empezar, aunque no sea indispensable.
V. Si no tienes nada que pensar —o aunque lo tengas— lee un poco, detente y busca citas famosas, fotografías ocultas, dibujos olvidados o caligrafías misteriosas. Inspírate y únelo a tus pensamientos, tu idea crecerá y se completará.
VI. Toda idea es una buena idea si se toma el camino adecuado para llegar a ella.
VII. El camino adecuado para enfrentarse a una idea es todo camino que a ti te parezca adecuado.
VIII. No tengas miedo. Enfréntate a la hoja en blanco. Sigue un guión, sigue a tus dedos.
IX. No revises. No todavía. Déjalo reposar. De nada sirve obsesionarse, al menos no tan pronto.
X. Respira hondo de nuevo. Coge aire. Cierra los ojos. Sonríe, has escrito. ¿Eres un poco más feliz? {si la respuesta es que no quizás tu pasión no sea esta}.

¿Que por qué un decálogo? Porque si un dios pudo entregar tablillas a un pobre diablo con sólo diez indicaciones para la vida, yo puedo entregaros el mismo número y pretender que os sirvan para crear todas las vidas y universos posibles sobre un papel o un papiro.
{Y porque las cosas sagradas siempre me recuerdan a diez}
      {Y escribir es sagrado}

30 de septiembre de 2013

Hoy he leído.

Hoy me he enamorado.
O no.
Quizás hoy he odiado un poco más fuerte y he confundido las cosas.
No sé.
He leído sobre muchas cosas, demasiadas, puede que no sea amor, que sea fingir.
Seguramente no me haya enamorado.
No lo he hecho nunca.
No creo que lo haga nunca.

En la clase de hoy he descubierto que un chico escribe poemas.
Que escribe. Bien. Que escribe bien.
Y he decidido que lo odio bastante, con ese regusto a realismo sucio con el que lo impregna todo.
N. dice que eso es amor.
Yo digo que son ganas de pegarle un tiro.
N. suele pensar que todo es amor.
En realidad N. también es todo realismo sucio, en realidad él no es más que un par de paquetes de tabaco y olor a gasolina de la barata.

"Excusas de esas baratas".
Excusas que no son sino verdades tapadas.

Hoy he leído sobre Dennis. A Dennis no lo oigo, lo leo, lo veo pintar, pero no lo oigo. Como mucho oigo a Mijs hablándome de él, pero no a él.
Es extraño volver a la normalidad.
Es extraño no oír su voz, a veces pienso que no existe.
Luego me despierto y me doy cuenta de que de verdad no existe, que es un personaje nada más.
Y Mijs se ríe. Le gusta reírse de todo. Pero no es feliz, ni siquiera esas cosas le hacen gracia.

Mijs está pasando un mal momento.
Como yo.
Como todos.

Hoy he leído mucho. Y creo que he odiado. 

Sonata de porcelana.

Estreno el blog (porque me niego a llamar a las presentaciones como estreno) con la poesía que da título al mismo. No es mi favorita ni de lejos, pero el nombre realmente me gusta, así que ahí va.


Sé que llovían notas sobre el aparador,
partiendo de la chimenea con afán rociador,
el piano había fracasado al bramar con dolor,
y el salón aguardaba cual curioso espectador.
   {Y la porcelana su sueño vigilaba.}

Hojas descansaban en sus hombros marchitos,
los ventanales hacía mucho que murmuraban malditos,
y las doce anunciaba el cuco con sus gorgoritos,
cuando sus ojos se abrieron lamentando ser reescritos.
   {Y la porcelana su voz ansiaba.}

El frío sobre el teclado sus dedos había doblado,
al retorcerlos había un sonido de dolor de él brotado.
«¿Cuánto tiempo hace ya que he sido así castigado?
¿Desde cuándo de la muerte he sido salvado?»
   {Y la porcelana contestar reclamaba.}

Dejó atrás el piano, corrió a la fogata,
se arrodilló junto a ella y descubrió una compañía novata,
reparó en la muñeca que en silencio reclamaba su sonata.
Avanzó hacia ella, la tomó con su manto de plata.
   {Y la porcelana latir deseaba.}

«¿Quién va? ¿Acaso eres de lejanas tierras venida?
Pues recuerdo no haberte visto en la que era mi vida.
Mas, oh, ¿por qué me eres entonces tan parecida?
¿Dónde yace Blanca Flor, la amada mía?»
   {Y la porcelana llorar suplicaba.}

El joven comprendió, de sus manos ella se deslizó,
en miles de trozos albos se fragmentó,
él todos los recogió y llorando del corazón los besó,
a su piano volvió y con su amada se reunió.
   {Y la porcelana con aquel se esfumaba.}

14 de septiembre de 2013

De presentaciones y otras heridas.

No es que deba decir esto, pero yo ya he tenido muchos blogs antes, muchos y muy distintos, además. De modo que tras haber aprendido que la inconstancia forma tan parte de mí como el plasma de mi sangre he decido que usaré este para todo lo que tenga que hacer/decir de aquí a la eternidad (aunque no me comprometo a cumplirlo).

Este será un blog para mis escritos —para las novelas, relatos cortos, poemas y desahogos ocasionales—, posiblemente añadiré fases de euforia creativa y desesperación entre páginas blancas.
Pero también será un blog de reseñas cuando me apetezca hacerlas, tanto de libros —que serán las más—, como de series, películas, videojuegos e incluso grupos de música.
También será un blog para consejos de escritores para escritores, con retos sin destinatario, advertencias que no siempre conviene tomar —aunque intentaré que aporten algo—, trucos contra el bloqueo y códices repletos de hechizos para vencer las garras del pesimismo, aunque a todos nos atormente llegado el momento.

Será, en definitiva, un blog para mí (y para quien quiera (h)ojearme).