1 de diciembre de 2013

Invierno (I).

Después de las ruinas sólo quedaban ladrillos rotos con los que comenzar nuevas vidas. Después de las ruinas, las excusas sobre el no hacer nada y el no querer vivir fueron relegadas al olvido y dejaron de ser válidas. Después de las ruinas, los corazones cansados tuvieron que continuar latiendo, aunque no quisieran hacerlo.
Ian llevaba cinco años en la Marina, y posiblemente seguiría allí toda su vida.
Tras la primera semana, sus vecinos dejaron de preguntar por él; tras el primer mes, el contacto con aquellos que había considerado sus amigos se redujo a una llamada telefónica cada cuarenta o cuarenta y un días; tras el primer año, lo único que lo mantenía anclado a la realidad era el frío tacto del metal de su litera.
—¿Un poco de ron, Ian?
—No, gracias.
Sacudía la cabeza y se metía bajo las sábanas. Sus compañeros bebían en la habitación contigua y reían contándose historias que jamás llegaron a suceder, pero que todos aceptaban como verdades absolutas en aquel trozo de agua en el que se veían obligados a convivir. El frío solía aferrarse a sus huesos sin intención de querer irse y entonces él tiritaba y frotaba las manos con fuerza, como si eso fuese a ayudarlo de alguna forma. Nunca ayudaba.
Por la mañana, Ian desayunaba una masa pastosa de cereales y agua. Al mediodía también era su comida, y por la noche su cena. El gusto dejó de tener significado para su paladar cuando entendió que no había nada que pudiese hacer para conseguir cualquier otro alimento.
Las tallas de su uniforme bajaban con tal rapidez que se había visto obligado a hacer mucho más ejercicio que el que su propio cuerpo estaba dispuesto a permitirle, tratando de mantener un poco de músculo que no lo hiciese parecer un trozo de madera ataviado con un mono gris azulado. No obtuvo muy buenos resultados y el sudor nunca le había agradado, pero al menos entraba en calor por un rato.
—¡Eh, mirad esto! ¡A Miles acaban de enviarle un vídeo!
Cuando alguien recibía algo importante del “mundo exterior” —Ian había comenzado a pensar que se encontraban atrapados en otro planeta— la tradición decía que todos se reunirían para verlo y sentirse un poco menos solos, aunque fuese a través de los sentimientos de otra persona. Aunque todo fuese tan patético y necesario.
Ian se inclinó sobre la pantalla del ordenador que su superior le había dejado a Miles para que viese el vídeo que le enviaban. Comenzaba con la cara de un bebé en primer plano, el niño balbuceaba y parecía no aclararse demasiado con la cámara. Miles recibía codazos y risas cómplices, pero sus ojos sólo mostraban tristeza. Por mucho que sonriese.
Se escuchaba una voz femenina de fondo.
—No, cariño, no funciona así. —Estaba cargada de cariño y ese sentimiento tan cálido que hacía que todos tiritasen un poco menos—. Ponte aquí, mira, a ver cómo. —Recogía al niño y se lo ponía sobre el regazo, era una mujer bella, morena y con la misma tristeza de Miles en los ojos—. ¿Saludas a papá? ¿Quieres saludarlo?
El bebé se quedaba un rato en silencio y luego agitaba la cabeza con insistencia, casi como si hubiese estado tratando de comprender el profundo significado que guardaban todas aquellas palabras. «Papá. ¿Papá? Papá… El hombre de las fotos. ¿Papá? Papá está lejos. ¿Saludarlo cómo? ¿Está al otro lado? ¿Esto sirve para hablar con papá? ¿Papá? ¿Qué hombre era papá?». Y luego movía la mano y repetía «Papá, papá» una y otra vez. Y los ojos de Miles tenían una tristeza más profunda porque notaba que aquella voz no sabía dibujar su rostro.
La mujer no mencionó los problemas que estaban teniendo para poder pagar las facturas, ni cómo su hijo había comenzado a preguntar por qué todos los otros niños hablaban de su padre y él iba a recogerlos a la guardería y se cogían de las manos y se sonreían tanto. Tampoco mencionó cómo poco a poco había comenzado a apreciar la ayuda que el dependiente de la frutería les había estado tendiendo, dándoles manzanas gratis y regalándoles barras de pan que compraba para ellos —tampoco le contó aquel beso furtivo en el almacén ni cómo sus dedos le recorrían la cara y los labios—. En cierto modo, Miles podría haberse imaginado todo aquello, y lo había imaginado muchas veces, pero ambos fingieron que esa posibilidad no existía y el niño seguía hablando sobre un «papá» que no recordaba haber visto nunca y de pronto se echaba a llorar porque pronto sería Navidad y él echaba de menos los juguetes nuevos y las cenas con alguien más que con «mamá». Mamá al menos tenía un significado, mamá al menos existía en su mundo. Y el corazón de Miles sentía que iba a hacerse pedazos en cualquier momento, pero aguantaba. Aguantaba con todo el dolor del mundo atrapado en sus venas, pero aguantaba.
Y las palabras cálidas lo inundaban todo. Cálidas y distantes, como procedentes de un amor fuerte, que siempre estaría allí, pero que había comenzado a desgastarse por el paso del tiempo y la lejanía de todo. Por lo distintas que eran las cosas en el mundo exterior y en aquel enorme barco a la deriva en el Océano Pacífico.
Cuando el vídeo terminó, todos miraron a Miles. La tristeza también había dejado agujeros de bala en sus palabras, que se despedían de su compañero con bromas truncadas y expresiones de ánimo. Todos desearon tener a alguien allí fuera como tenía Miles —algunos, de hecho, lo tenían—, pero al mismo tiempo lo temían con todas sus fuerzas. Ian estaba convencido de que era mejor no tener a nadie, porque de aquel modo no tendría que sufrir el estar tan alejado de todo, el ser sólo un nombre sin rostro o un rostro en fotografías antiguas, pero sin nada más debajo de su piel.
Aquella noche, Miles vio el vídeo una y otra vez, revisando cada gesto, cada palabra y cada mirada. Se quedó dormido sobre el ordenador y el teclado amaneció húmedo, Ian juraría que habría estado también salado.
Ian había visto a Miles leyendo a escondidas cuentos infantiles en su litera. Sacaba un libro con los bordes amarillentos y las páginas descolgadas. Lo hojeaba tantas veces que Ian creía que ya se lo sabría de memoria. Y lo hojeaba hasta quedarse dormido. Desde que vieron aquel vídeo la lectura del libro pareció cobrar sentido, aunque en realidad Miles no tuviese nunca a nadie a quien leérselo. Ian suponía que imaginarse cosas que en el fondo se sabían imposibles era el único modo que Miles tenía de no usar el cuchillo de la comida contra su propia muñeca. Y él no se vio nunca con fuerzas ni intenciones para hacerle recapacitar, para decirle «Miles, ¿a quién cojones le estás leyendo?» y entonces verlo romperse, estallando, en tantos pedazos que sería imposible recomponerlos todos de nuevo. Y todos sus compañeros pensaban igual.

      De modo que Miles leía una y otra vez los mismos cuentos y repasaba los dibujos con sus dedos callosos, pero nunca sonreía. Ni por un solo segundo.

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