27 de diciembre de 2013

El no encender las luces y yo

Ernie y yo solíamos jugar a la ruleta rusa con las palomitas. Metíamos un paquete en el microondas y lo dejábamos un minuto más del necesario, hasta que no podíamos oír los estallidos. Eso hacía que más de la mitad de las palomitas saliesen completamente negras. Entonces nos tumbábamos en el sofá, apagábamos las luces y veíamos una peli lo suficientemente cutre como para que no nos diese pena perdérnosla. Nunca veíamos las pelis realmente, simplemente las dejábamos como ruido de fondo mientras hablábamos. Eso eran, una excusa para hablar. Y entonces, con el bol de palomitas en el cojín que había entre nosotros, íbamos cogiendo un puñado y comiéndolas a la vez, al principio en silencio. Luego nos encontrábamos con las que estaban chamuscadas y uno de los dos decía “Tío, joder, esta es la última vez que hacemos esto”, y siempre era la última vez que lo hacíamos así que nunca se terminaba. Y el otro se reía un poco, pero el siguiente puñado —o el siguiente, o el de después— que cogería también estaría quemado, así que haría una mueca y el primero se reiría entonces. Era un círculo interminable que terminaba con los dos riéndonos y muriéndonos del asco y buscando un poco de absenta entre los estantes con la que calmarnos —pero nunca calmaba, sino que lo empeoraba—. Y mientras comíamos palomitas chamuscadas hablábamos de nuestras cosas. Hablábamos mucho aunque ninguno dijese realmente que quería hablar. Era algo que ambos sabíamos y no hacía falta hacerlo obvio al gritarlo. De hecho eso habría roto la magia del momento.

Nunca me paré a pensar realmente por qué jugábamos a eso, quizás era por la sensación que te invadía cuando encontrabas una palomita en perfectas condiciones; pura, una de esas blancas, “la palomita virgen” y te la zampabas, rasgándole el himen o lo que tuviese. En ese momento un sabor salado e increíble te llenaba y decías “¡Una buena! ¡Sí!” y el otro te aplaudía y maldecía a partes iguales y tú te sentías bien hasta límites insospechados, como si el azar te hubiese recompensado, como si te hubiese dejado alcanzar el súmmum de la perfección: la palomita virgen.

Pero no creo que fuese esa la razón —aunque habría sido una muy buena razón, sin duda alguna—, en realidad creo que la verdadera razón era justo la contraria. La tragedia de encontrar una palomita quemada, que inunda tu boca con un regusto horrible que sólo te hace querer vomitar y parar el juego. Pero nunca paras. Y lo que no te detiene de seguir jugando no es la búsqueda de una palomita blanca, sino el horrible —el asqueroso— deseo de seguir encontrándote con más palomitas negras durante la noche. El poder regodearte en tu propio dolor, en tu propia mierda. Poder compadecerte de ti mismo y echar la culpa a cualquier otro menos a ti. O, mejor aún, echar la culpa al universo. Al paquete, al bol, a la palomita misma; al universo. Podías culpar al universo de todos tus problemas y sabrías que la culpa era suya, era realmente suya, porque tú no podías hacer nada para evitar que te tocase una palomita quemada.

Quizás sí. Quizás podías encender las luces y mirar cuáles estaban quemadas y cuáles no. O sacar el móvil y descubrirlo por el brillo de la pantalla. Pero nunca hacíamos eso. Ninguno de los dos. Porque hacer eso significaría romper las reglas del juego, la magia de no saber qué pasará después, la magia de culpar al universo.

Encender las luces despedazaría la ilusión de saber que nada es culpa tuya y también el amargo sabor del dolor. Siempre presente. Siempre aliviador.

El jugar a la ruleta rusa con palomitas. El hablar sin decirlo en voz alta. Otra burrada máxima.

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