27 de diciembre de 2013

La euforia y yo

Era euforia. Euforia entre barriles volcados que chorreaban gasolina y un cigarro entre mis dedos. La euforia del “¿A qué me muero? ¿A qué no?”. Y reír. Me reí tanto. Reía a morir. Y las venas me latían con fuerza, y mi corazón bombeaba con tanta rabia que creía que iba a estallar y me iba a perder el espectáculo de asistir a mi propia muerte. Menudo espectáculo. El mayor espectáculo jamás visto. “Nick Night, el increíble chico incombustible” y luego BUM, estallar hasta no dejar nada atrás. Arder en llamas y seguir riendo. Reír hasta quedarse sin aire, y luego seguir riendo. Más allá, mucho más allá si es que había un “más allá”. Y el cigarro que parecía que se resbalaba pero luego decía “No te vas a morir hoy, Nick, no así” y yo que decía “¿Por qué no?” y la voz de Su atrapada en mi cabeza como un bumbumbum que no dejaba de obligar a mis neuronas a gritar más fuerte. MÁS. MÁS FUERTE. GRITANDO.
Y la euforia de SU. PORQUE ERA SU. ATRAPADA EN MI CABEZA. ysisunoexistía. ysisunohabíaexistidonunca. nuncaexistido. NUNCA. PERO SU ESTABA ATRAPADA EN MI CABEZA. Y BUMBUMBUM.
El cigarro se resbalaba y yo decía que no, pero él decía “Ah, ahora sí, ahora ya te puedes morir, Nick. Así sí” y Su se reía en mi cabeza. Se reía con toda la euforia atrapada en su interior. Pero Su no tenía interior porque SU NO EXISTÍA. SU NO. NO ELLA. YO. siemprehabíasidoyo.
Y la euforia dejó de aplastarme el pecho. La gasolina y el cigarro envolviendo mi cuerpo. Pero ya no había euforia ni risas. Todo estaba en minúsculas, como un murmullo. Todo muy apretado, muy rápido, todo demasiado rápido.
sunoexistía. suno. nuncasu.
yyomemoría. sinreír. sineuforia. sinsu.

morir.

El no encender las luces y yo

Ernie y yo solíamos jugar a la ruleta rusa con las palomitas. Metíamos un paquete en el microondas y lo dejábamos un minuto más del necesario, hasta que no podíamos oír los estallidos. Eso hacía que más de la mitad de las palomitas saliesen completamente negras. Entonces nos tumbábamos en el sofá, apagábamos las luces y veíamos una peli lo suficientemente cutre como para que no nos diese pena perdérnosla. Nunca veíamos las pelis realmente, simplemente las dejábamos como ruido de fondo mientras hablábamos. Eso eran, una excusa para hablar. Y entonces, con el bol de palomitas en el cojín que había entre nosotros, íbamos cogiendo un puñado y comiéndolas a la vez, al principio en silencio. Luego nos encontrábamos con las que estaban chamuscadas y uno de los dos decía “Tío, joder, esta es la última vez que hacemos esto”, y siempre era la última vez que lo hacíamos así que nunca se terminaba. Y el otro se reía un poco, pero el siguiente puñado —o el siguiente, o el de después— que cogería también estaría quemado, así que haría una mueca y el primero se reiría entonces. Era un círculo interminable que terminaba con los dos riéndonos y muriéndonos del asco y buscando un poco de absenta entre los estantes con la que calmarnos —pero nunca calmaba, sino que lo empeoraba—. Y mientras comíamos palomitas chamuscadas hablábamos de nuestras cosas. Hablábamos mucho aunque ninguno dijese realmente que quería hablar. Era algo que ambos sabíamos y no hacía falta hacerlo obvio al gritarlo. De hecho eso habría roto la magia del momento.

Nunca me paré a pensar realmente por qué jugábamos a eso, quizás era por la sensación que te invadía cuando encontrabas una palomita en perfectas condiciones; pura, una de esas blancas, “la palomita virgen” y te la zampabas, rasgándole el himen o lo que tuviese. En ese momento un sabor salado e increíble te llenaba y decías “¡Una buena! ¡Sí!” y el otro te aplaudía y maldecía a partes iguales y tú te sentías bien hasta límites insospechados, como si el azar te hubiese recompensado, como si te hubiese dejado alcanzar el súmmum de la perfección: la palomita virgen.

Pero no creo que fuese esa la razón —aunque habría sido una muy buena razón, sin duda alguna—, en realidad creo que la verdadera razón era justo la contraria. La tragedia de encontrar una palomita quemada, que inunda tu boca con un regusto horrible que sólo te hace querer vomitar y parar el juego. Pero nunca paras. Y lo que no te detiene de seguir jugando no es la búsqueda de una palomita blanca, sino el horrible —el asqueroso— deseo de seguir encontrándote con más palomitas negras durante la noche. El poder regodearte en tu propio dolor, en tu propia mierda. Poder compadecerte de ti mismo y echar la culpa a cualquier otro menos a ti. O, mejor aún, echar la culpa al universo. Al paquete, al bol, a la palomita misma; al universo. Podías culpar al universo de todos tus problemas y sabrías que la culpa era suya, era realmente suya, porque tú no podías hacer nada para evitar que te tocase una palomita quemada.

Quizás sí. Quizás podías encender las luces y mirar cuáles estaban quemadas y cuáles no. O sacar el móvil y descubrirlo por el brillo de la pantalla. Pero nunca hacíamos eso. Ninguno de los dos. Porque hacer eso significaría romper las reglas del juego, la magia de no saber qué pasará después, la magia de culpar al universo.

Encender las luces despedazaría la ilusión de saber que nada es culpa tuya y también el amargo sabor del dolor. Siempre presente. Siempre aliviador.

El jugar a la ruleta rusa con palomitas. El hablar sin decirlo en voz alta. Otra burrada máxima.

19 de diciembre de 2013

De la escritura manuscrita (de la de verdad)


Últimamente me he estado llenando los bolsillos de la chaqueta con retazos de historias (con trozos de almas) y no sé por qué. Suele pasar en mitad de clase, cuando una frase me atraviesa el cerebro sacando toda esa pasta gris por la oreja izquierda y corro a agarrar el bolígrafo mientras trato de detener el desastre. Lo inevitable.
Y cuando escribo duele pero está bien. Es como cuando te clavas una aguja en la yema del dedo índice. Duele. Pero está bien (siempre está bien).
He descubierto que cuando escribo a mano duele mucho más, y también está mucho mejor. Y no puedo soltar el bolígrafo por mucho que escriba y las ideas van demasiado rápido y las palabras se amontonan antes de que pueda escupirlas en la hoja y tengo que gritar "¡Para! ¡Para!" pero nunca para.
Nunca he sido de escribir a mano. Me parece una pérdida de tiempo y ritmo. Un absoluto desperdicio. Algo para apuntar en la lista de "burradas máximas" que he comenzado a recopilar. La burrada de escribir a mano. Pero estos días lo único que hago es escribir a mano. Incluso durante los exámenes. Siempre pido un folio de más y lo lleno de palabras que no significan nada. De estómagos y vómitos y alcohol y tabaco (he vuelto a fumar). Y no sirve para nada porque sigo atascada en la pregunta dos del examen. Pero sí que sirve, porque la euforia hace que me ría en voz baja y me muerda los labios y duela pero esté bien. Así que termino antes el examen porque quiero continuar escribiendo.
Escribir a mano es como una revelación. Como dejar trozos de alma desperdigados en papeles que no sabes dónde acabarán (ni siquiera sabes si volverás a encontrarlos algún día).
Y quizás me gusta tanto escribir a mano porque es lo más parecido a ir soltando trozos de uno mismo por ahí.
Siempre he querido hacer una cápsula del tiempo pero nunca he sabido dónde enterrarla. Pero, ¿y si no la entierro? Sólo dejarla por ahí, en el banco de un parque y un poco en la acera del supermercado y junto a la máquina de café de la facultad. Y entonces alguien la encontraría y yo me daría la vuelta y fingiría que no sé qué es y que no me alegro de que alguien la haya encontrado.

Escribir a mano es la euforia de escribir.

La adrenalina de no tenertiempoparaabarcarlotodoyempezaragritar (¡GRITAR!) porquenosepuedeynotienesentido (ynadatienesentidoyaamor?).
Y escribir a mano es como destrozar la página en blanco y llorar porque duele, pero está bien (y hay demasiada sangre en ese blanco).

10 de diciembre de 2013

Solía ducharme con agua hirviendo con la vana
                                                                                                       esperanza
                                   de que eso ayudase a calentar mi corazón.

No funcionaba. Nada funcionaba nunca.
En lugar de un corazón caliente obtenía unas yemas arrugadas, una piel roja en vez de blanca nuclear y una factura del agua bastante importante.
Quizás Ernie tenía razón y era hora de que me buscase un hobby. O amigos. O un trabajo.
Quizás era hora de que me buscase un radiador.

                                                                                                                                                                                    ¿esperanza?

De esa mierda que llamáis «realismo sucio»

Últimamente hemos tenido el dudoso honor de asistir a toda una revelación de escritores que se declaran a sí mismos seguidores del realismo sucio. Bien, maravilloso. En serio, sería maravilloso si eso que afirman escribir fuese realismo sucio de verdad y no un par de párrafos mal hechos repletos de "coño" y "joder" que piensan que llegarán para crear a un Chinaski de la vida.
Pues bien. Pues no.
Lo siento pero paso de tragarme todo vuestro realismo sucio de mierda en el que sólo salen parejas adolescentes dándose piquitos en la biblioteca. Porque claro, como el chico viene de un barrio chungo pues ya es realismo sucio. Sí, y también es fantasía épica porque una vez fueron al museo y vieron una espada medieval. Venga y no me jodas.
Que de pronto parece que la gente sólo sabe escribir realismo sucio por esto de los blogs. Y digo en los blogs porque en el mundo real (que sí, el virtual también forma parte del real, pero para que nos entendamos todos) no encontrarás un libro de realismo sucio entre los más vendidos en tu puta vida. Que quizás es eso precisamente lo que ha atraído a tantos adeptos a esta corriente. Eso de irse de moderno y alternativo por ahí, diciendo que no sigues los dictados de una sociedad consumista y podrida. Pues muy bien otra vez. Toma un aplauso y una piruleta.
Y me estoy quejando. Y me quejo con el mismo derecho con el que esa gente se queja de que el mundo editorial es una mierda. Una pista: ninguno.
Me quejo porque me da la real gana y, que yo sepa, por ahora todavía puedo venir aquí a dar mi opinión porque para algo es mi blog y yo me lo guiso, yo me lo como.
Pero sobre todo me quejo porque están degradando ese ¿género? ¿corriente? Llamadlo como queráis. Lo están degradando hasta el punto que escribir sobre un par de porretas adolescentes cuya gran preocupación en la vida es que no la chica que les gusta a ambos no se folle a un tercero sea considerado realismo sucio. Que muy bien, que de ahí puede salir una historia magistral y darnos una lección a todos. Pero eso, de buenas a primeras, tiene lo mismo de realismo sucio que de cyberpunk.
Yo creo que todo esto viene por la peli esa de El club de la lucha. Donde la gente vio a Brad Pitt haciendo un buen papel y se les levantó la polla, diciendo "oye, qué razón tiene todo esto, joder, cuánta razón" y se vieron con ganas de cambiar el mundo. Toma esa, tanto para Palahniuk (en realidad creo que lo último que quería Palahniuk era motivar a la gente, pero allá vosotros). Y claro, los flipadillos de la vida empezaron a investigar y se dieron de bruces con esa novela y todas las novelas de este gran señor. Y cuando uno empieza a leer realismo sucio acaba, inequívocamente, leyendo a Bukowski.
Bukowski fue el culmen de liarla parda. Cuando uno se pasa toda su infancia y adolescencia (y también la no tan adolescencia) leyendo literatura de masas y un par de libros obligatorios en el colegio y descubre a Bukowski se lía parda. Es un hecho.
Ver que hay un tío que escribe sobre sexo y borrachos y personajes marginados que nunca llegarán a nada, y que encima no se corta un pelo, tiene que ser como ver la burrada máxima. Una revelación. Y uno dice "si él puede, yo también". Mec. Error. Bueno, no. Quizás puedas, no te lo niego, pero no así.
El realismo sucio es pajearte mientras ves a tu hermanastra cambiándose a través de la mirilla del cuarto, y que te pille tu padre (que es su padrastro), te dé una colleja y empiece a pajearse él en tu lugar.
El realismo sucio es ver a un mendigo tirado en la puerta de un banco, bajarle los pantalones y empezar a darle por culo con todas las ganas del mundo (o a comérsela, tanto monta monta tanto).
El realismo sucio es algo más que un magreo entre clase y clase.
Me parece estupendo que se escriba realismo sucio, pero que se escriba bien.

8 de diciembre de 2013

La conspiranoia y yo.

Yo nunca entendía nada. Según Ernie nadie nunca entendía nada y la palabra "entender" era un truco, una ilusión creada por las multinacionales y la CIA para hacernos creer que teníamos el control sobre algo. Cuando le comenté que "entender" existía desde siempre (creo que dije desde Grecia, pero no estamos aquí para juzgar mi estupidez, gracias) él dijo que "eso era lo que ellos querían hacernos creer". Para Ernie "entender" siempre tendría ese tono conspiranoico, como las bolsitas de papel marrón del McDonald's o los triángulos dibujados en muros por respetables culos blancos que querían hacerse los negratas molones sin tener ni puta idea de dónde se estaban metiendo. Obviamente yo tampoco la tenía, pero había visto las suficientes veces Pulp Fiction como para hacerme una ligera idea.
Recuerdo que cuando le comenté a Su que qué pensaba sobre la teoría de Ernie no se rió, me habría esperado que se riese porque Su era la clase de chica a la que las teorías sobre alienígenas y gobiernos secretos le parecían tan absurdas que se reía en tu cara, te escupía y te decía lo gilipollas que le parecías. Todo con la máxima sinceridad, eso sí.
Pero cuando le comenté la teoría de Ernie, no se rió.
—¿Es que tú también te tragas eso?
—No seas ridículo.
—¿Entonces? ¿Qué has tomado hoy, Su?
Me miró con cierto desdén y bufó, se concentró en examinar los escalones en los que estábamos sentados, con las manos en los bolsillos y la chaqueta subida hasta el cuello.
—Si lo piensas bien nadie entiende nunca nada.
—¿Tampoco entiendes que dos más dos son cuatro? —comenté, con burla.
—No.
Su tono lapidario me dejó un poco como bastante cortado, enarqué una ceja y la invité a que continuase explicándose con un movimiento de barbilla.
—Lo sé. Sé que dos más dos son cuatro. Pero no entiendo por qué. ¿Por qué se llama "dos" al número "dos" y "cuatro" al "cuatro"? ¿Por qué no son tres más tres cuatro?
—Creo que tiene que ver con eso de la etimología.
—No me refiero a eso.
—¿Entonces a qué te refieres?
—A que no entiendo por qué tenemos esa concepción del mundo. Si yo no hubiese ido al colegio, si no hubiese tenido padres ni visto la televisión. Si hubiese vivido siempre perdida en el bosque posiblemente seguiría sin entender por qué dos más dos son cuatro, y entonces ni siquiera lo sabría.
—Claro. El gobierno nos hace creer que controlamos las sumas básicas para poder lavarnos mejor el cerebro.
—Eres un imbécil, Nick.
Me encogí de hombros, lo que fue algo así como un "pues sí" bastante claro. Froté las manos. Me estaba helando de frío. Me pregunté si realmente entendía lo que significaba helarse de frío porque nunca me había encontrado en el extremo de helarme de frío literalmente. Miré de reojo a Su, vi una sonrisa atrapada entre sus labios enroscados alrededor del cigarro. Supe que ella había ganado una vez más. Yo no entendía nada. Nadie entendía nada.
"Maldita Su", pensé, "y maldito Ernie".
Y a los diez minutos estaba buscando en periódicos antiguos anagramas o pistas que tuviesen que ver con una raza de extraterrestres que vivía en la luna y tenía trancas violetas de dos metros y medio. No estoy bromeando. Son así. Lo son.

1 de diciembre de 2013

Invierno (I).

Después de las ruinas sólo quedaban ladrillos rotos con los que comenzar nuevas vidas. Después de las ruinas, las excusas sobre el no hacer nada y el no querer vivir fueron relegadas al olvido y dejaron de ser válidas. Después de las ruinas, los corazones cansados tuvieron que continuar latiendo, aunque no quisieran hacerlo.
Ian llevaba cinco años en la Marina, y posiblemente seguiría allí toda su vida.
Tras la primera semana, sus vecinos dejaron de preguntar por él; tras el primer mes, el contacto con aquellos que había considerado sus amigos se redujo a una llamada telefónica cada cuarenta o cuarenta y un días; tras el primer año, lo único que lo mantenía anclado a la realidad era el frío tacto del metal de su litera.
—¿Un poco de ron, Ian?
—No, gracias.
Sacudía la cabeza y se metía bajo las sábanas. Sus compañeros bebían en la habitación contigua y reían contándose historias que jamás llegaron a suceder, pero que todos aceptaban como verdades absolutas en aquel trozo de agua en el que se veían obligados a convivir. El frío solía aferrarse a sus huesos sin intención de querer irse y entonces él tiritaba y frotaba las manos con fuerza, como si eso fuese a ayudarlo de alguna forma. Nunca ayudaba.
Por la mañana, Ian desayunaba una masa pastosa de cereales y agua. Al mediodía también era su comida, y por la noche su cena. El gusto dejó de tener significado para su paladar cuando entendió que no había nada que pudiese hacer para conseguir cualquier otro alimento.
Las tallas de su uniforme bajaban con tal rapidez que se había visto obligado a hacer mucho más ejercicio que el que su propio cuerpo estaba dispuesto a permitirle, tratando de mantener un poco de músculo que no lo hiciese parecer un trozo de madera ataviado con un mono gris azulado. No obtuvo muy buenos resultados y el sudor nunca le había agradado, pero al menos entraba en calor por un rato.
—¡Eh, mirad esto! ¡A Miles acaban de enviarle un vídeo!
Cuando alguien recibía algo importante del “mundo exterior” —Ian había comenzado a pensar que se encontraban atrapados en otro planeta— la tradición decía que todos se reunirían para verlo y sentirse un poco menos solos, aunque fuese a través de los sentimientos de otra persona. Aunque todo fuese tan patético y necesario.
Ian se inclinó sobre la pantalla del ordenador que su superior le había dejado a Miles para que viese el vídeo que le enviaban. Comenzaba con la cara de un bebé en primer plano, el niño balbuceaba y parecía no aclararse demasiado con la cámara. Miles recibía codazos y risas cómplices, pero sus ojos sólo mostraban tristeza. Por mucho que sonriese.
Se escuchaba una voz femenina de fondo.
—No, cariño, no funciona así. —Estaba cargada de cariño y ese sentimiento tan cálido que hacía que todos tiritasen un poco menos—. Ponte aquí, mira, a ver cómo. —Recogía al niño y se lo ponía sobre el regazo, era una mujer bella, morena y con la misma tristeza de Miles en los ojos—. ¿Saludas a papá? ¿Quieres saludarlo?
El bebé se quedaba un rato en silencio y luego agitaba la cabeza con insistencia, casi como si hubiese estado tratando de comprender el profundo significado que guardaban todas aquellas palabras. «Papá. ¿Papá? Papá… El hombre de las fotos. ¿Papá? Papá está lejos. ¿Saludarlo cómo? ¿Está al otro lado? ¿Esto sirve para hablar con papá? ¿Papá? ¿Qué hombre era papá?». Y luego movía la mano y repetía «Papá, papá» una y otra vez. Y los ojos de Miles tenían una tristeza más profunda porque notaba que aquella voz no sabía dibujar su rostro.
La mujer no mencionó los problemas que estaban teniendo para poder pagar las facturas, ni cómo su hijo había comenzado a preguntar por qué todos los otros niños hablaban de su padre y él iba a recogerlos a la guardería y se cogían de las manos y se sonreían tanto. Tampoco mencionó cómo poco a poco había comenzado a apreciar la ayuda que el dependiente de la frutería les había estado tendiendo, dándoles manzanas gratis y regalándoles barras de pan que compraba para ellos —tampoco le contó aquel beso furtivo en el almacén ni cómo sus dedos le recorrían la cara y los labios—. En cierto modo, Miles podría haberse imaginado todo aquello, y lo había imaginado muchas veces, pero ambos fingieron que esa posibilidad no existía y el niño seguía hablando sobre un «papá» que no recordaba haber visto nunca y de pronto se echaba a llorar porque pronto sería Navidad y él echaba de menos los juguetes nuevos y las cenas con alguien más que con «mamá». Mamá al menos tenía un significado, mamá al menos existía en su mundo. Y el corazón de Miles sentía que iba a hacerse pedazos en cualquier momento, pero aguantaba. Aguantaba con todo el dolor del mundo atrapado en sus venas, pero aguantaba.
Y las palabras cálidas lo inundaban todo. Cálidas y distantes, como procedentes de un amor fuerte, que siempre estaría allí, pero que había comenzado a desgastarse por el paso del tiempo y la lejanía de todo. Por lo distintas que eran las cosas en el mundo exterior y en aquel enorme barco a la deriva en el Océano Pacífico.
Cuando el vídeo terminó, todos miraron a Miles. La tristeza también había dejado agujeros de bala en sus palabras, que se despedían de su compañero con bromas truncadas y expresiones de ánimo. Todos desearon tener a alguien allí fuera como tenía Miles —algunos, de hecho, lo tenían—, pero al mismo tiempo lo temían con todas sus fuerzas. Ian estaba convencido de que era mejor no tener a nadie, porque de aquel modo no tendría que sufrir el estar tan alejado de todo, el ser sólo un nombre sin rostro o un rostro en fotografías antiguas, pero sin nada más debajo de su piel.
Aquella noche, Miles vio el vídeo una y otra vez, revisando cada gesto, cada palabra y cada mirada. Se quedó dormido sobre el ordenador y el teclado amaneció húmedo, Ian juraría que habría estado también salado.
Ian había visto a Miles leyendo a escondidas cuentos infantiles en su litera. Sacaba un libro con los bordes amarillentos y las páginas descolgadas. Lo hojeaba tantas veces que Ian creía que ya se lo sabría de memoria. Y lo hojeaba hasta quedarse dormido. Desde que vieron aquel vídeo la lectura del libro pareció cobrar sentido, aunque en realidad Miles no tuviese nunca a nadie a quien leérselo. Ian suponía que imaginarse cosas que en el fondo se sabían imposibles era el único modo que Miles tenía de no usar el cuchillo de la comida contra su propia muñeca. Y él no se vio nunca con fuerzas ni intenciones para hacerle recapacitar, para decirle «Miles, ¿a quién cojones le estás leyendo?» y entonces verlo romperse, estallando, en tantos pedazos que sería imposible recomponerlos todos de nuevo. Y todos sus compañeros pensaban igual.

      De modo que Miles leía una y otra vez los mismos cuentos y repasaba los dibujos con sus dedos callosos, pero nunca sonreía. Ni por un solo segundo.