23 de octubre de 2013

Edipo se arrancó los ojos demasiado pronto, o demasiado tarde, quizás.

Edipo estaba ahogándose aquella mañana. Ahogándose en mitad del reino que otrora se había arrodillado ante él, jurándole lealtad eterna y alabando sus sabias palabras al abrigo de una esfinge que ya no hablaba sobre humanos. La soga se afanaba en su labor de apretar el cuello del monarca, con ella también se enroscaban sus lágrimas.
La soga llevaba un candado, su llave me pertenecía a mí. Sólo los dioses tenían el poder de decir quién vive y quién muere, también quién es digno de llorar. Ella no estaba lejos, sucumbía a los pies del que había llamado “mi amor, mi amor”, ella lo miraba con todas las penas del mundo enroscadas en su alma. “Mi héroe, mi héroe” había susurrado cuando regresó, triunfal, de las garras de quien no debía haber escapado nunca.
La lluvia ayudaba a ocultar las lágrimas y el polvo que se levantaba alrededor de sus inquietos pies. También disimulaba la tinta que impregnaba el papel que ella llevaba entre sus huesudas manos, manos tristes que rezaban por un final inevitable. La soga no se rompería y yo no destrozaría ningún candado aquel día. Tampoco leería lo escrito en el papel de la reina. Ella lo sabía de sobra.
Y verla así fue lo que hizo que Edipo decidiese no aflojar ni un poco la soga, ni siquiera me miró a los ojos cuando comencé a susurrarle su destino, tampoco se molestó en observar cómo el papel llegaba hasta el río de las almas, tras haber rodado por la ladera. El papel había dejado las manos de ella, que también tenía una cuerda apresando su pálida cerviz.
Y Edipo se arrancó los ojos antes de que el candado fuese abierto, pero eso tú ya lo sabías, ¿verdad, Zeus?

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