28 de octubre de 2013

De cómo se gestó un reloj.

Hacía mucho tiempo que un tal Mattias, el Harapiento, rondaba mi cabeza; era un niño medio muerto que transitaba el puerto de Helsinki —y que a qué viene esa manía mía con los puertos—. Era un niño que caminaba por tejados y se llevaba bien con una prostituta, una tal Anneli de la que apenas sé nada. El otro día hice un relato sobre un tal Levi, el Apestoso. Y observé que se llevarían bien porque ambos robaban en los mismos lugares y ambos necesitaban un fuego en el que intentar no morirse. Así que los dos terminaron por ir a parar a casa de Caligo. Caligo era el nombre de la chica que tenía ojos de búho y alas muy muy finas —o al menos ella las llamaba así—, recuerdo cuando Mijs me la presentó y me dijo "Esta es Caligo, tiene diecinueve años pero las risas se le atragantan como si tuviese cinco. Le gustan las mariposas" y yo me lo creí y pensé que nada malo podría salir de allí. Y me encuentro con que Mattias y Levi están en su casa y que su casa es un gran almacén abandonado, lleno (¡repleto!) de relojes rotos y engranajes que chirrían sólo con soplarles. Y pienso que tienen una historia que contar —y una historia que debería escribir—, pero siento que falta algo, lo sé.
Es entonces cuando Páginas agita un poco la cabeza y todo ese fulgor que siempre irradia cae sobre mi teclado, y me cuenta que hace mucho que no ve a Peter, y que, cuando se fue para hacerse mayor, la isla asesinó corazones por él. Y sé que Páginas no quiere que sea así, que no sabe que Peter ya está muerto y que no es consciente de que su tiempo ya pasó. Y se cuela, se cuela sin que pueda hacer nada, se cuela en el almacén de Caligo y se conocen.
Y, ah, sí, al fin sí, allí se creó una buena historia.

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