13 de octubre de 2013

De una especie de noria oxidada.

—No creía que fuera a encontrarte aquí.
—Bueno, yo tampoco lo tenía planeado.
—¿Por qué siempre apareces en lugares como este?
—Eso podría preguntártelo yo a ti.
Dennis suspiró y se sacó un papel arrugado del bolsillo, también tenía un lápiz poco afilado. Los apoyó en uno de sus muslos y continuó perfilando un garabato a medio hacer.
—¿Ya has decidido cuál es tu color favorito?
A decir verdad Konstantine ni siquiera se había parado a pensarlo.
—Dímelo tú primero, ¿naranja o gris? —Todavía recordaba con claridad su charla anterior.
—No podría elegir.
—¿Por qué no?
—Por todo ese óxido.
Ella esperó que añadiese algo más, aunque él parecía demasiado ocupado en completar su dibujo. Sin embargo, al ver su expresión confusa, continuó.
—El óxido es como la muerte. Es el desgaste que poco a poco nos va llevando al infierno. Lo que hace que nos reduzcamos a un puñado de polvo inservible.
—Pero es naranja —comentó, comprendiendo el motivo de aquella comparación—, el gris es un color mucho más relacionado con la muerte.
—¿La muerte tiene color?
—Si lo tuviese no sería el naranja.
Konstantine era una persona muy frívola o, al menos, lo pareció en aquel momento. También tenía una concepción completamente equivocada sobre el universo y sus colores. Dennis se dijo entonces que tendría que corregir aquel detalle. De hecho se lo impuso como un reto a nivel personal. Como eso y como un favor a la humanidad en general.
Es tu opinión —no añadió que resultaba ser completamente errónea.
—¿Qué hay del gris, entonces? ¿También te gusta por ese motivo?
Él negó.
—¿A qué te recuerda a ti el gris?
—A las guerras.
—Eso dicen todos, tenéis una fijación extraña con eso de pensar igual. Además, las guerras son de un verde peculiar, casi marrón.
—Me recuerda a las guerras —repitió—, y las guerras son millones de muertos luchando batallas que no les pertenecen; defienden ideales en los que ni siquiera creen. El gris no es un color especialmente alegre.
—La guerra es verde —sentenció—. ¿No hay nada más aparte de eso a lo que te recuerde el gris?
Konstantine sopesó la opción de que estuviese esperando que se refiriese a su color de pelo, pero Dennis no era aquel tipo de persona.
—Al alambre.
Los labios del joven se curvaron mínimamente mientras volvía a concentrarse en su trabajo. Creo que allí encontró algo interesante entre la frivolidad que la joven demostraba en aquel asunto de los colores. Creo, también, que aquella respuesta no era la que se esperaba y que, por eso mismo, le gustó tanto.
—Háblame del alambre.
—El alambre es…
—Es seguir con vida mientras el óxido te consume —completó.
Dennis era un poco imbécil, pero a veces decía ciertas cosas frente a las que uno no podía hacer más que asentir y darle la razón. Eso o pedirle una cita urgente en el psicólogo, y era verdaderamente sorprendente el índice de veces en las que esas dos opciones se complementaban. Pero para Konstantine aquella frase fue una de esas cosas que merecía la pena atesorar. Un poco como Montmartre.
La noria comenzó a girar finalmente, lenta. Ella decidió que prolongar el silencio no estaría mal, las palabras de Dennis todavía flotaban demasiado cerca. Seguía sin comprender cómo la muerte podía ser de color naranja y cómo el gris podía significar mantenerse fuerte. Porque eso era lo que él había querido decir, ¿no? Se mordió la piel que crecía a los lados de sus uñas.
—No hagas eso.
—¿El qué?
—Se te acabaran torciendo los dientes.
Pero Dennis no despegaba los ojos del papel mientras se dirigía a ella, hablaba como si estuviese completamente solo, como si que ella estuviese allí para escucharle fuese tan sólo una mera casualidad. A estas alturas ya sabréis lo mucho que a mí me interesan ciertas casualidades, pese a que no crea en ellas —lo cual es algo así como una paradoja mal hecha y, encima, de mal gusto—. Aunque en realidad sería más preciso calificar a aquel encuentro o a aquella charla como “Dennis y las circunstancias que lo rodeaban” que como “Dennis y las casualidades de la vida”. Creo que la primera opción debe descartarse por todo lo que un filósofo dijo alguna vez, pero, sin duda, sería mucho más acertada.
Konstantine juntó las manos sobre su regazo y observó descaradamente a lo que tanta dedicación parecía prestar Dennis. No logró diferenciar entre los trazos confusos una silueta clara. No había almas atrapadas en alas aquella vez, ni música entre espirales. Sólo líneas furiosas —o ella pensó que estaban furiosas cuando la realidad era bastante distinta—.
—¿Qué dibujas? —se aventuró a preguntar.
—Si te lo dijese perdería toda la gracia.
—¿Por qué?
—Y si te preguntase yo en qué estás pensando, ¿me lo dirías?
—No tengo nada que ocultar.
—¿Y si te preguntase qué es lo que escribes en tu diario? No importa que no tengas, es el concepto, ¿me dirías eso?
Ella no dudó.
—Claro que no.
—¿Porque…?
—Porque es algo privado —completó, comprendiendo lo que le quería decir. Él la señaló con el lápiz cuando respondió, dándole la razón—. ¿Dibujas todo lo que piensas?
No, normalmente no.
—¿Y ahora?
Konstantine comenzaba a aprender que con Dennis había que ser muy muy específico si se buscaba una respuesta concreta y no un par de escuetas palabras que no eran sino sutiles —o no tan sutiles— evasivas.
—Ahora sí.
—¿Es para alguien?
—No suelo dibujar para nadie, Konstantine.
¿No? —se sorprendió.
—No —recalcó—. Dibujo para mí y, a veces, hay gente que se cruza en mi camino y a la que siento que le debo algo.
¿Cómo que le debes algo?
—Porque me inspiran.

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