10 de enero de 2014

Las piezas y yo

Cuando llegué a casa me encontré a Ernie inclinado sobre la mesa del salón, tenía un montón de papelitos blancos esparcidos por ella y parecía realmente interesado en encontrar uno en concreto, a juzgar por su ceño fruncido y sus manos inquietas. Al acercarme más vi que no eran trozos de papel, sino piezas de un puzle. Todas en blanco.
—¿Y esto? —pregunté, examinando una por ambas caras.
—¡Eh, cuidado, tío! —protestó, quitándomela de las manos y colocándola de vuelta en el lugar que le correspondía—. Me ha costado mucho llegar hasta aquí.
Observé las diez piezas que había conseguido encajar en total y enarqué una ceja.
—Seguro.
Pero Ernie no prestó atención al sarcasmo con el que había bañado la palabra, sino que permaneció enfrascado en su tarea, como si cualquier cosa que yo pudiese hacer o decir careciese de interés —o de sentido, o de ambas—. Me encogí de hombros y busqué en la nevera un par de latas de cerveza, sólo nos quedaban cinco. Suspiré y abrí una mientras dejaba la otra sobre la mesa, cerca de Ernie.
—¿Cuál es la finalidad?
No obtuve respuesta, así que chasqueé la lengua con una de esas melodías pegadizas hasta que Ernie comenzó a continuar cantándola en voz baja y, entonces sí, se dio cuenta de que yo era el que emitía aquel sonido.
—¿Decías?
—Que cuál es la finalidad de eso —repetí, señalando al puzle.
—Encajar todas las piezas —contestó, con tono de obviedad.
Me tomé unos segundos para tratar de averiguar si me estaba vacilando o si de verdad me creía tan sumamente imbécil. Al final resolví que lo mejor sería no enterarme de la respuesta.
—Pero —dije, antes de darle tiempo a que volviese a ignorarme—, los puzles normalmente tienen un dibujo o algo, un cuadro que queda bien colgado en la pared, ¿cuál es la finalidad de hacer uno totalmente blanco?
—Encajar todas las piezas.

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