Cuando llegué a casa me encontré a Ernie inclinado sobre la
mesa del salón, tenía un montón de papelitos blancos esparcidos por ella y
parecía realmente interesado en encontrar uno en concreto, a juzgar por su ceño
fruncido y sus manos inquietas. Al acercarme más vi que no eran trozos de
papel, sino piezas de un puzle. Todas en blanco.
—¿Y esto? —pregunté, examinando una por ambas caras.
—¡Eh, cuidado, tío! —protestó, quitándomela de las manos y
colocándola de vuelta en el lugar que le correspondía—. Me ha costado mucho
llegar hasta aquí.
Observé las diez piezas que había conseguido encajar en
total y enarqué una ceja.
—Seguro.
Pero Ernie no prestó atención al sarcasmo con el que había
bañado la palabra, sino que permaneció enfrascado en su tarea, como si
cualquier cosa que yo pudiese hacer o decir careciese de interés —o de sentido,
o de ambas—. Me encogí de hombros y busqué en la nevera un par de latas de
cerveza, sólo nos quedaban cinco. Suspiré y abrí una mientras dejaba la otra
sobre la mesa, cerca de Ernie.
—¿Cuál es la finalidad?
No obtuve respuesta, así que chasqueé la lengua con una de
esas melodías pegadizas hasta que Ernie comenzó a continuar cantándola en voz
baja y, entonces sí, se dio cuenta de que yo era el que emitía aquel sonido.
—¿Decías?
—Que cuál es la finalidad de eso —repetí, señalando al
puzle.
—Encajar todas las piezas —contestó, con tono de obviedad.
Me tomé unos segundos para tratar de averiguar si me estaba
vacilando o si de verdad me creía tan sumamente imbécil. Al final resolví que
lo mejor sería no enterarme de la respuesta.
—Pero —dije, antes de darle tiempo a que volviese a
ignorarme—, los puzles normalmente tienen un dibujo o algo, un cuadro que queda
bien colgado en la pared, ¿cuál es la finalidad de hacer uno totalmente blanco?
—Encajar todas las piezas.
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