28 de enero de 2014

Primavera (IV)

¿Pero qué sabía Delilah de tigres, después de todo? Ella no había visto dedos congelarse en la Antártida, ni había disparado (y sus balas definitivamente no se habían desviado hacia la cabeza de ningún niño), tampoco se había casado y su pareja había muerto. Tampoco estaba enferma. No físicamente. Ian se preguntaba qué podía saber de tigres alguien así. Alguien tan... ¿común?
Pero Delilah lo sabía todo sobre los tigres.
(Sabía mucho más que él porque).
—¿Qué sabes tú de tigres, después de todo? —le espetó.
Y ella frunció sus finos finos labios hasta que no quedaron labios finos ni gruesos ni de colores cálidos.
—Sé cómo domarlos.
E Ian pensó «Ah, eso sabe ella de tigres» y apoyó la cabeza contra su pecho y se durmió contando sus respiraciones.
El cabello de Ian se estaba quedando demasiado largo —desde que dejó la Marina decidió que nunca se lo volvería a cortar— y Delilah pensó que así le quedaba muy bien pero que Ian seguro que todavía no se estaba acostumbrando a él.
Los tigres no tenían melena después de todo.
Quizás Ian era un león y por eso se afanaba tanto en enfrentarlos.
¿Y si Ian era un león?
Delilah suspiró y acarició sus mechones. Mechones de león. Le susurró al oído un «Ruge» y luego siguió acariciando. Sus latidos parecían calmarlo pero.
¿Y si era un león cómo podía estar tranquila a su lado? ¿Acaso era ella una leona? ¿Acaso?
Delilah era un tigre más.
Ella lo sabía. También Ian. Y el viejo Ken estaba seguro de ello —lo había estado desde el momento en el que la vio entrar en el edificio con su mirada de “no, no, todo bien, encantada, muy encantada” y su vocecita de señorita remilgada. Y había pensado —para sí, como siempre, porque nadie lo escuchaba—: «Pobre chico. Pobre Ian —no marine—. Menudo tigre acaba de meterse en casa». Pero no pasaba nada. Todo estaba bien.

Porque ni Ian ni Delilah iban a mencionar nunca que ella era un tigre más.

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